Una sorpresa en toda regla que, si bien podía intuirse habida cuenta de sus numerosos premios internacionales, incluyendo Venecia, Edimburgo, Abu Dhabi y los Globos de Oro italianos, produce una verdadera satisfacción que se agradece plenamente.

En solo su segundo largometraje como director, el hasta ahora productor Uberto Pasolini ha mostrado unos signos de madurez sorprendentes que deben valorarse en su justa y elocuente medida. Porque ésta es una de esas películas que sobre el papel apenas prometen nada, pero que a la postre llegan a deslumbrar, especialmente porque se va fortaleciendo a medida que la proyección avanza y culmina en uno de los finales más poéticos y hermosos que hemos vistos en los últimos meses.

Sin actores de relieve, aunque la labor de Eddie Marsan es asombrosa; rodando en Londres en inglés y haciéndolo sobre un guión propio inspirado en hechos y personajes reales, Uberto Pasolini revela, en su condición de sobrino de Luchino Visconti -y sin parentesco alguno, a pesar de su apellido, con Pier Paolo Pasolini que su inspiración y su talento le vienen de familia.

Naturalmente, esta es una de esas pocas cintas que hay que recomendar para evitar su gran riesgo, que pase inadvertida por la cartelera. Con unos comienzos de una suprema austeridad, en los que asistimos a la descripción del protagonista, un John May que es funcionario municipal encargado de preparar y enterrar los cadáveres de las personas que mueren en soledad sin nadie que se ocupe de ellos, la película va dando paso de forma progresiva a una crónica absorbente y fascinante de un individuo tan meticuloso como solitario y callado que pone tanto celo en su trabajo que se involucra en todos los casos que llegan a sus manos.

Su verdadera ilusión es lograr contactar con los hipotéticos familiares y convencerlos en su caso de que asistan a las ceremonias fúnebres que preceden a su entierro.