Es obvio que lo que vemos en la pantalla es un intenso y brillante duelo dialéctico entre dos enemigos que, pese a que están enfrentados en el marco de una terrible contienda, recurren a la palabra como método para lograr sus objetivos contrapuestos.

Pero, siendo así y a pesar de la intensidad del debate, la película es, antes que nada, un homenaje ferviente a la supervivencia de París, sin duda una de las ciudades más bellas del mundo, que estuvo a punto, en los momentos finales de la segunda guerra mundial, de ser totalmente destruida por los nazis que todavía la tenían ocupada. Solo la capacidad de negociación del cónsul sueco en la capital gala, Raoul Nordling, que supo convencer de forma milagrosa al general alemán Dietrich von Choltitz, que tenía órdenes expresas de convertir la Ciudad de la Luz en un montón de escombros, para lo cual ya se habían colocado cargas explosivos en todos los monumentos emblemáticos de la urbe y hasta cuatro torpedos bajo la Torre Eiffel, impidió lo que habría sido un auténtico genocidio cultural.

Eso es, sobre hechos reales escalofriantes, lo que nos cuenta el director alemán Volker von Schlondorff en esta cinta que combina con una gran pericia y solvencia realidad y ficción y que mereció el premio al mejor director y al mejor actor (Niels Arestrup en el papel del general) en la Seminci de Valladolid. Basada en la obra teatral de Cyril Gely, la película pone de manifiesto claramente sus orígenes escénicos, pero en ningún caso hay que hablar de lastres o de defectos en la realización.

Schlondorff, un ilustre cineasta que ganó el Oscar a la mejor película extranjera con El tambor de hojalata, ha sabido lidiar con los inconvenientes que se le presentaban al respecto sin desnaturalizar nunca el proyecto. Lo más curioso es que no estamos ante un tratado de historia, que utilice el rigor como divisa, sino que a partir de unos datos verídicos se infiltraron otros que son fruto exclusivo de la imaginación.