Ocurre demasiado a menudo que la realidad se entromete en la ficción para arrancarle el júbilo, y así sucede en esta película, que se basa en la celebración y en la ruptura de los límites, pero que pronto se entrega al drama corriente, rutinario y discursivo.

Lo hace mediante una dirección que no es clásica como pretende, sino estándar e inexpresiva, muy temerosa de poder acusar la inverosimilitud de un relato que, si bien en su afectación parece ocultar alegres vetas de perversión, no se muestra nunca interesado en explotarlas.

Sin embargo, y pese a que el rasgo más característico de los personajes, todos intercambiables, es que beben vino blanco, hacen pucheritos y simulan atormentarse de cara al crepúsculo, esta historia de dos madres y dos hijos, y el intercambio sexual y sentimental que entre ellos se establece, es capaz de mantenernos más o menos suspendidos en un estado de morbosidad residual que, sin duda, proviene del libro que adapta, Las abuelas, de Doris Lessing, a cuyo poderoso punto de partida la película debe su moderado interés.