En 2011, Steve McQueen (director de la oscarizada Doce años de esclavitud) trastocó al público con Shame, en la que lograba meterse en la piel de un adicto al sexo encarnado por un entregado Michael Fassbender. El increíble compromiso de los actores y el punto de vista que McQueen tomaba para mostrar tal enfermedad, hicieron de Shame un documento franco y atrevido, honesto y realizado desde las vísceras.

En Shame, como dice el protagonista, lo importante son las acciones y no las palabras, por eso McQueen entrega el peso de la película a lo que hacen sus personajes, más que a sus discursos, algo que le honra como director, pues confía en sus imágenes y evita narrar a partir del recurso fácil y socorrido de la palabra. Un año más tarde, Stuart Blumberg dirige su primera película y escoge como tema la adicción al sexo.

Blumberg ha trabajado en el cine, básicamente, como guionista, y entre sus trabajos está Los chicos están bien, por la que fue nominado al Oscar al mejor guión. Posiblemente, esa experiencia de escritor le lleva a caer en la trampa de buscar en demasiadas ocasiones la seguridad de la palabra y no indagar en las imágenes, con lo que Amor sin control es más una obra teatral grabada que un filme en su acepción más pura.

Sin duda, estamos ante una película de personajes, en la que se exploran las diferentes fases de adicción de un grupo de enfermos en plena recuperación, pero el pudor y la ligereza con que Blumberg trata el tema (y su material) acaban por banalizar su alcance. Las buenas intenciones, los toques de humor del guión y, sobre todo, la química que logran Mark Ruffalo, Gwyneth Paltrow y Tim Robbins en sus escenas conjuntas, son al final el gran salvamento de una película media.