Pretende seguir la estela de las comedias protagonizadas por una tercera edad empujada por las carencias sociales a la delincuencia, con títulos tan ilustres e inolvidables como Rufufu, pero aunque muestra destellos de imaginación y de buen humor, no hace olvidar nunca a sus modelos. El defecto esencial de la película es que abusa de un poco rentable simplismo a la hora de recrear a los delincuentes y exagera también los pecados de una protagonista, probablemente para que el contraste con su transformación final sea más evidente, que lleva sus sentimientos racistas hasta las últimas consecuencias.

De ahí que este segundo largometraje de Jerome Enrico, hijo del ilustre Robert Enrico que llenó una página imborrable del cine negro francés el pasado siglo, no sea todo lo brillante que sería de desear. Lo que no desmerece, des- de luego, es la magnífica labor de una muy veterana Bernadette Lafont, que es el alma de la cinta, acompañada en segundo plano por una Carmen Maura que reitera su vinculación periódica al cine galo. Lo que nos cuenta Jerome Enrico es la situación desesperada que atraviesa Paulette, una anciana que vive en un suburbio parisino en condiciones sumamente precarias, hasta el extremo de ser embargada, con una pensión de miseria con la que no llega a fin de mes. Es una persona irascible y gruñona, ferozmente racista, que desprecia, incluso, a su pequeño nieto porque es negro, fruto del matrimonio de su hija con un policía de origen africano.

Está tan desesperada que intenta abrirse paso, tras comprobar la impunidad con que se mueven los traficantes de drogas en su entorno cotidiano, como «camello» a pequeña escala. Para ello, sin embargo, debe contar con el visto bueno de los que controlan el «negocio». Como decía la propia Bernadette Lafont, lo que se nos enseña es una sociedad que muy a menudo no propone a sus ancianos otra salida que hurgar en los cubos de la basura