De nuevo, esquinado. De nuevo me asomo a algunas ventanas, husmeo en algunas redes sociales, y me detengo en algunas pantallas a ver si me salpica algún furor, algún eco, un poco de la pasión que advierto en mis semejantes, en algunos, es verdad, en algunos, pero no lo consigo. El sábado fue un día grande, de los gordos. Para la gente del fútbol y para la gente que sigue con algo más que interés Eurovisión. No vi ni una cosa ni la otra pero sé de ambas por terceros.

El Barcelona jugó aquí, cerca de mi casa, ganándole al Granada, pero me enteré porque pregunté qué pasaba al escuchar cohetes reventando en el cielo del pueblo. Me quedé como estaba. Es que el Barça ha ganado la Liga, dijeron, esperando que mostrara algún entusiasmo. Nada, frío, como un tempano. Luego vi las imágenes de gente gritando de alegría, agitando las camisas, abrazándose, y a los del equipo campeón formando un corro dando saltitos en el césped del estadio granadino.

Con lo de Barei, igual. Que perdiera y se quedara en un ridículo puesto 22 de 26 no me pilló de sorpresa. Necia copla cantada en un idioma ajeno, infantil baile de pies, patético intento de dramatizar fingiendo una caída, baile de coros y danzas, en fin, un disloque en un festival que en nombre de la música da la espalda a la música, como los que usan el nombre de dios en vano.

El festival de Eurovisión lleva años dejándome en la orilla. Las exageradas expectativas anuales, la machacona maquinaria de TVE espabilando a los fieles, los augurios de que «este año será nuestro año» forman parte de un circo del que nada me atrae. Vi el vídeo de la actuación de la señora Bárbara en mi ordenador. Y frío, como un témpano, lo tuve claro. Say no, no, no, no.