Los esclavos del Banco de Papá y Mamá se merecen una revolución

Promoción de vivienda pública en Barcelona / JORDIOTIX
Si quieres una casa en Mallorca, herédala, no existe otra vía de acceso a la propiedad para los menores de treinta años. Un joven que acabe los estudios con un piso, que desde luego ha conseguido sin pagarlo, obtiene una ventaja económica que el número uno de su promoción no igualará en toda su vida. Vender un inmueble, incluso como comisionista si tiene la entidad adecuada, garantiza más ingresos que una carrera profesional de décadas.
En la heredocracia póstuma o por donación en vida, solo dos de cada diez jóvenes logran emanciparse, la mitad de ellos accediendo a la propiedad de una vivienda. Para ello requieren del concurso obligado del Banco de Papá y Mamá, la entidad financiera más activa de la isla, al igual que la Mallorca antigua fue rescatada por las mujeres humilladas en «sus labores».
La esclavitud del Banco de Papá y Mamá puede salvar la paz social en su faceta económica, pero supone una denigración tanto de las relaciones humanas como de la autoestima. El día en que los recién licenciados de sueldos mileuristas comparen sus sueldos esmirriados con pensiones de jubilación y de júbilo de hasta tres mil euros al mes, que también pagan los jóvenes sin ninguna esperanza de percibirlas en su día, el estallido será inevitable.
Los jóvenes no acostumbran a frecuentar las encuestas que concentran el patrimonio inmobiliario en la tercera edad, individualizada o refugiada tras fondos buitres, lo cual no evitará la revolución que merecen los esclavos. Hay dos alternativas. La primera consiste en que los poderes fácticos también provectos acudan de inmediato a una voladura controlada del sistema inmobiliario que es el único existente, acometiendo un rediseño tan radical como pacífico. La opción incontrolada es mejor no describirla en público. El único consuelo para los amos de los esclavos consiste en que se mantengan en la ignorancia, alejados por ejemplo de libros y de periódicos.
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