OPINIÓN

Periodistas haciendo su trabajo, ese crimen

Matías Vallés

Matías Vallés

A la hora de redactar este artículo, la fiscalía aún no ha pedido perdón por otro «fracaso de la justicia». El presunto ministerio público no solo impulsó el secuestro de los teléfonos de humildes informadores, «sin que conste explicitada razón alguna para ello en las resoluciones apeladas». La motivación omitida empeora con la vulneración de «un secreto periodístico al que no se menciona nunca». Además, Anticorrupción se presentó ante el Tribunal Superior con la fabulación de que espiar a personas no investigadas «era una medida proporcionada», falsa pretensión que también se les deniega. En todo caso, cabe suplicar que los guardianes de la santísima pureza procesal se guarden sus sollozos para la intimidad, nada tan poco mallorquín como los lagrimones que fiscales y juezas derramaron en la Audiencia. Sin motivación.

La fiscalía aprovechó sus lágrimas para acusar sin posibilidad de réplica a los periodistas que actuaron según el Superior «sin que conste traza alguna de que hubieran obtenido la información publicada mediante actuaciones torticeras, irregulares o potencialmente delictivas». Al contrario, la agencia Europa Press «la distribuyó a los restantes medios». Es decir, el ministerio público insultó sin motivos ni contradicción posible a personas ausentes en un juicio ante la Audiencia. Un comportamiento ejemplar, digno del espectáculo allí presenciado.

Periodistas haciendo su trabajo, ese crimen horrendo, esa perversión de la democracia que Alejandro Luzón descalificó en el juicio al magistrado Miguel Florit alegando que se publicaba demasiado sobre el caso Cursach. Con este discurso sobre los peligros de la transparencia, te nombran fiscal jefe Anticorrupción.

No es un asunto de lágrimas, sino de carcajadas. Los vigías de la pureza policial y fiscal que persiguen a sus compañeros por si hubieran hablado con periodistas, recurren a los mismos procedimientos ilegales y viciados que dicen perseguir. Suerte que ahora se les exigirán responsabilidades, con idéntica dureza a la que pregonan. De momento, los funcionarios autores de los secuestros ilegales han sido promocionados, mientras que el periodista vejado debe recordar con humildad que su obligación de secreto «no se erige únicamente en derecho propio de su titular, sino en una pieza esencial en la configuración del Estado democrático», en excelente resumen del Constitucional.

Todo empezó cuando los primeros investigadores del caso Cursach se acercaron peligrosamente a la Jefatura Superior de Policía. Acostumbrada al periodismo servil de sus amanuenses, por fuerza debían sorprenderle las informaciones verdaderas amparadas en derechos que el Superior ha venido en restituir.

La «proporcionalidad y motivación» del secuestro periodístico «ofrece dificultades insalvables», qué mejor resumen de la actividad del fiscal Juan Carrau con sus escritos de acusación menguante. Y por supuesto, hay que manifestarse radicalmente en contra del secuestro de los móviles de periodistas que con semanas de antelación señalaban las falsas organizaciones criminales, a perseguir por los dóciles agentes. Son casualidades.

La descalificación radical del secuestro masivo de información supone la valoración indirecta de un modo de funcionamiento. Ahora queda claro con vitola judicial cómo trabajaban los puristas que investigaban a instancias y a favor de Cursach. El Tribunal Superior solo ha analizado de momento una de sus decisiones, y estaba podrida, un cien por cien de desaciertos. Es innecesario detenerse en el crédito que merecen sus restantes pesquisas. Tienen el mismo valor que las emotivas lágrimas derramadas en la Audiencia Provincial de Palma. Agua con sal.

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