La invención del turismo

Las memorias del pintor Gaspar Riera, que en los años cincuenta trabajó en un hostal, están plagadas de anécdotas sobre cómo improvisaban los pioneros del negocio

Joan Riera

Joan Riera

Gaspar Riera entró a trabajar en 1953 como hombre para todo en el hostal Rocamar, y ahí siguió durante casi una década. Un periodo que en una cronología histórica podría denominarse prototurismo. Una época en que casi todo estaba por inventar. Hacía apenas ocho años del final de la II Guerra Mundial y trece de la masacre civil española. Europa estaba en reconstrucción y España se encontraba aislada internacionalmente. Llegaban pocos visitantes y solo algunos iluminados osaban profetizar el fenómeno hacia el que derivaría la industria de los forasteros. El Rocamar estaba en Sant Agustí, en el número 675 de la calle Calvo Sotelo, hoy Joan Miró.

Riera (Estellencs, 1922 - Palma, 1993) dedicó toda su vida a la pintura. El centenario de su nacimiento se celebra con numerosas exposiciones que recorren los municipios de la isla. Sin embargo, tuvo que compaginar su pasión con otros oficios para mantener a la familia. En el hotel fue testigo de cómo cada día se inventaba, se improvisaba o se retorcía la ley para atender una demanda creciente para la que no existía oferta material ni profesional suficiente. Los propietarios eran una pareja hispano-belga. «Nos pusimos de acuerdo y me prometió que ganaría 2.000 pesetas cada mes, además de las propinas, pero trabajando de las ocho de la mañana a las nueve de la noche». Un salario que jamás percibió, aunque se compensaba con las propinas.

La comercialización aún era ajena al control de los turoperadores o a la eclosión de internet. Los clientes eran mayoritariamente belgas y se captaban de una forma peculiar. El propietario era muy amigo de un conserje de la embajada española en Bruselas. Óscar, que así se llamaba, «recomendaba a quienes iban a tramitar el visado para España que fuesen al Rocamar». 

Son Sant Joan era un aeropuerto que aún no celebraba la llegada de pasajeros por millones. Miles de viajeros llegaban en barco: «A las siete de la mañana tenía que desplazarme al puerto, buscar al cliente y meternos en un taxi», explica Riera en sus memorias inéditas. No todos llegaban con hotel reservado. Por allí pululaban los ‘cazadores’ de turistas o taxistas que se llevaban una comisión «de quince o veinte pesetas» por cada viajero que aportaban al hotel.

La escasez de camas ante el aumento de clientes obligaba a improvisar alojamientos. «El dueño, con su ‘haiga’ [así se denominaba en España a los coches de gran tamaño, tipo americano, que consumían 18 litros por cada cien kilómetros] se los llevaba a Portals y los alojaba en el chalet [de su propiedad]. Por la mañana los traía al Rocamar y por la noche los retornaba. Hubo días en los que el dueño y la señora durmieron en el coche en la terraza del hotel porque su chalet estaba lleno de clientes». 

A veces se tomaban decisiones menos drásticas y se alquilaban habitaciones en hoteles vecinos como el Brístol, el Bellamar o La Estancia. O se ‘ampliaba’ el establecimiento. «Estaba la casa de los porteros, con una pequeña cocina y dos habitaciones. Se colocaron camas en las tres piezas, pero como solo había una entrada, el propietario colocó piezas de marés en las ventanas, tanto por fuera como por dentro, para que los clientes pudiesen entrar a sus respectivas habitaciones. Tres habitaciones más, y más dinero… ¡Y los clientes no se quejaban!».

Más adelante se modernizaron «con baño» estas estancias, se alquilaron dos chalés colindantes, uno más al otro lado de la carretera de Andratx… «Lo importante era tener clientes y poder alojarlos a todos».

Faltaba espacio y personal. El menú era belga y se encargaba de prepararlo la propietaria hasta que se incorporó «uno de es Capdellà para lavar platos [cuando llegó no había cogido nunca una olla ni una sartén], lo tomó como ayudante, aprendió algunos platos y a los pocos meses lo nombraron jefe de cocina». En el comedor también faltaban camareros, pero no se ampliaba plantilla por una razón curiosa. «Teníamos un maitre, Mateu Mulet, y un ayudante, Rafel Aguiló. Para ingresar un buen sueldo -cuando se repartían las propinas Mateu tenía cinco partes y Rafel, una-, suponían el personal mínimo, al menos faltaban otras dos personas». Pero si se contrataban nuevos trabajadores, tendrían que participar en el reparto de las propinas. 

El sastre y otros ingresos atípicos

Los ingresos no se limitaban al pago de las tarifas por habitación. Los extras suponían unos ingresos cuantiosos. Se vendían sellos y tarjetas postales, que costaban tres pesetas y se vendían a cinco. Los camareros aconsejaban el vino más caro porque cobraban un porcentaje. El dólar se cambiaba a 42 pesetas, pero «había un joven que pasaba cada semana y cambiaba las divisas con un sobreprecio del 20%. Los dólares los pagaba a cincuenta pesetas. Los utilizaba para el contrabando de tabaco, los contrabandistas no querían pesetas porque estaban muy devaluadas». 

Cuando flojeaba la ocupación utilizaban algunos trucos. «El dueño a veces me enviaba a la Trasmediterránea a reservar billetes para los clientes. Cuando interesaba que un buen cliente se quedase más tiempo, le decía que no había billetes hasta unos días después. Además, le cobrábamos una comisión por ir a buscar los billetes». Se debe tener en cuenta que las estancias eran más largas, quince días o un mes era algo normal, y no se compraban viajes por internet.

Otro ingreso extra y más que curioso que narra Gaspar Riera era el del sastre Casanovas, que tenía su taller cerca de la plaza de Cort. «Yo debía recomendar a todos los clientes que visitasen a este sastre «que era el mejor y más barato de Palma». Los trajes solían costar entre 3.000 y 3.500 pesetas. Para los belgas era un buen precio, ya que en su tierra costaban más del doble. Lo mismo sucedía con los zapatos». Por supuesto, el dueño del hotel percibía la correspondiente comisión. Hoy resulta impensable que un turista se compre un traje a medida durante sus vacaciones en Mallorca. 

El propietario montó una ‘fábrica’ de agua mineral. Se trataba de una máquina que inyectaba anhídrido carbónico a botellas de agua de grifo a las que se añadía una cucharilla de bicarbonato. «La botella nos costaba cincuenta céntimos y las vendíamos a los clientes por quince. Buen negocio».

Una pesadilla llamada Soriano Frade

Las inspecciones de turismo eran una auténtica pesadilla para el hotel. Francisco Soriano Frade, un antiguo combatiente de la División Azul, fue durante muchos años el delegado del ministerio de Información y Turismo en Balears. Tenía la mano derecha semiparalizada a causa de una herida de guerra. «Personalmente, con otro inspector, efectuaba las inspecciones de los carteles que era obligatorio tener detrás de la puerta de las habitaciones, que indicaba que el precio de la pensión completa eran 38 pesetas -recuerda Gaspar Riera-. Nosotros cobrábamos de cien a 120 pesetas. A la llegada les hacíamos firmar un papel por el cual se comprometían a pagar la diferencia con la condición de tener tres platos a mediodía y otros tres por la noche. Sin embargo, el Ministerio lo obviaba y nos impuso varias multas».

Las inspecciones no siempre acababan con una sanción. En una ocasión en que Soriano encontró que todo estaba correcto, quedó insatisfecho: «Veremos quién se cansará antes -espetó a Gaspar Riera-, yo de ponerles multas o ustedes de pagarlas». 

Una clientela selecta

Los primeros europeos que pudieron permitirse unas vacaciones en el Mediterráneo tenían un cierto poder adquisitivo. Eran profesionales liberales, arquitectos, empresarios, abogados… Se establecía una confianza casi absoluta con los clientes, que muchas veces repetían año tras año. Tanto regalaban unos puros, como remitían pinturas que no se encontraban en España cuando conocían las veleidades artísticas del hombre para todo del hotel.

En tiempos sin tarjetas de crédito ni bizum podía suceder que el cliente agotase el efectivo. Sin problemas. Cuando el huésped regresaba a casa remitía un cheque o efectuaba una transferencia bancaria. Hasta que un día un agente de bolsa de París lo que envió fue una carta en la que les comunicaba que estaba informado del precio oficial (38 pesetas frente a las 120 que se llegaban a facturar) «y que la diferencia reclamada la exigiesen al ministerio de Turismo».

Lola Flores y el Pescaílla fueron clientes del Rocamar. La cantante pasaba el día comiendo helados en el local de Vicente Tena. «Por la fecha de nacimiento -conjetura Riera-, deduzco que engendraron a su hija Lolita en aquellos días. Lola tomaba el sol en la terraza en bañador, no en bikini. «Venía un agente de la policía municipal y recordaba a los empleados que el bikini estaba prohibido y que nos multaría».

Suscríbete para seguir leyendo