OPINIÓN
Su entrenador ya lo vio venir
Si la ciudadanía descubriera el lamentable fuste de los iconos contemporáneos, lanzaría a la hoguera a quienes nos hemos dedicado profesionalmente a mitificarlos. La mayoría de famosos son simplemente despreciables, pero en Boris Becker cabía un desajuste más fundamental. Ya era una persona necesitada cuando llegó a Palma con 18 años y dos Wimbledon cumplidos en septiembre de 1986, aunque su edad intelectual era de doce y no ha evolucionado desde entonces, a juzgar por los improperios que le ha dedicado la jueza que acaba de condenarlo.
Vi jugar a aquel adolescente grandullón y pletórico en un Palau d’Esports sin demasiado público, sentado junto a un Emilio Sánchez Vicario que cabeceaba su aprobación ante las facultades felinas del alemán. Sobre todo, disfruté de la oportunidad de entrevistar en detalle a su entrenador Ion Tiriac, una de las personas más inteligentes que he conocido. Ningún dardo que pueda improvisar aquí superará en dureza al retrato sañudo que el tenista rumano me ofreció de su subordinado. Todo el partido por el suelo, excesivo desgaste físico, por si desean saber en quién se inspiró Toni Nadal para ser el Merlín y el ogro de la germinación de Rafael Nadal.
En los ochenta, Tiriac me hablaba sin guantes de los defectos del tenista, pero en realidad estaba presagiando su biografía completa. Con posterioridad me he reencontrado con Becker y su imperiosa necesidad de cariño, con su ansiedad devorando la mirada de cada persona con la que se cruza para averiguar si le han reconocido. Quiso retirarse en Mallorca para aliviar el racismo que Alemania brindó a su matrimonio con Barbara Felthus, y acabó de urbanizador ilegal en Artà y de mayordomo de Maria Antònia Munar, en aquellas instantáneas en que la eterna presidenta de Mallorca parece la fámula que ha contratado Claudia Schiffer.
Becker es otro juguete roto, sin más. La mayoría de las celebridades del deporte y de la pantalla que hoy se consideran admirables son tan detestables como el triple campeón de Wimbledon. Por el bien de todos, mejor que no se descubra el fenomenal enjuague que diviniza a caricaturas de seres humanos.
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