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Madres de hijos con discapacidad: Lo que nadie te cuenta cuando cumplen 18 años

Mónica Ferrà y Mercedes Alemany critican la burocracia y la descoordinación de los servicios de atención. También reclaman que la prestación por cuidados de hijo enfermo (ahora hasta los 23) no tenga límite de edad

Mónica Ferrà, Luis Costa, Mercedes Alemany y Jordi Maura, en el parque de La Femu de Palma.

«Ojalá dependiéramos de Hacienda y no de Asuntos Sociales», suspira Mercedes Alemany, madre de Jordi Maura, de 23 años, enfermo de un trastorno genético raro llamado esclerosis tuberosa. «Cuando nuestros hijos se hacen mayores de edad, hay muchos cambios en distintas Administraciones y te encuentras con muchas cosas que nadie te cuenta», relata a este periódico Mónica Ferrà, abogada de formación y madre de Luis Costa, un joven afectado por una parálisis cerebral provocada por una infección de citomegalovirus en el periodo perinatal. «En Asuntos Sociales las cosas nunca han estado centralizadas como toca. Has de volver a presentar los papeles una y otra vez, lo mismo, no acaba de haber coordinación entre los departamentos», lamenta. Y eso que Balears ha unificado recientemente Discapacidad y Dependencia para simplificar trámites. «A los 21 se suma un nuevo problema, el educativo. Desde la conselleria de Educación tienes cubierto hasta los 21 años, después ya pasas a esperar una plaza para centro de día en el IMAS. Y ahí es donde juntan a todo el mundo cuando son casos de mucha dependencia y apenas hay especialización y las ratios son elevadas», critica Alemany, refiriéndose a los casos con grados elevados de discapacidad, como es el de su hijo. «Pienso que no se puede tener la misma ratio en un centro con personas muy dependientes, que precisan de atención multidisciplinar, que en otro con gente con menos dependencia», se queja la madre de Jordi, consciente también de que todo este tipo de centros han dado un salto cualitativo en los últimos tiempos. 

El hijo de Mónica Ferrà, Luis, lleva seis años en el aula Uecco (unidad específica educativa en un centro ordinario) del Instituto de Bendinat. «Ahora estoy mirando para él un programa de transición a la vida adulta. Estudio diferentes opciones, me ha gustado el Princesa de Asturias. El CEE de Son Ferriol también está muy bien», opina. «Con Luis después ya pasaríamos a los centros gestionados por el IMAS, o un centro de día o algún programa de formación ocupacional como los que ofrecen en Amadip», señala. 

Cuando los hijos se hacen mayores, otro de los caballos de batalla de los padres (sobre todo de las madres, porque ellas siguen siendo mayoría cuando se trata de abandonar la carrera profesional para los cuidados) que deben atender a sus hijos con enfermedad grave es que la prestación económica del Estado conocida como CUME (una especie de permiso o reducción de jornada retribuidos) vaya más allá de los 23 años «y no tenga límite de edad». Hace poco se reformó que se ampliaba de los 18 a los 23, «por la presión que vienen ejerciendo los padres desde hace mucho tiempo». «Son límites absurdos porque nuestros hijos no se van a recuperar milagrosamente a los 23, tenemos que cuidarlos igualmente», subraya Ferrà. «Incluso pienso que el cuidado se dificulta», abunda Alemany, «porque ellos pesan más y nosotras ya no podemos con ellos y también nos hacemos mayores», espeta. «Además, estos casos son distintos a los de personas mayores dependientes que a lo largo de su vida sí han podido cotizar y trabajar, tener algo. Nuestros hijos no han podido hacerlo, no tienen nada, la situación es otra», argumenta.

Desde que nació Jordi, Mercedes Alemany va escasa de sueño debido a la epilepsia de su hijo. «Hemos tenido que dormir toda la vida juntos por las crisis que padece. Ahora dormimos los tres, con su padre, en dos camas de 1,50 metros», expone. Pese a haber cumplido 23 años, «la enfermedad es la que es, está ahí. Y ahora llevamos una temporada buena porque hemos cambiado la medicación y ha funcionado», narra aliviada. «Hasta la pandemia, Jordi acudía a un centro de día, pero la neuróloga me recomendó no llevarlo de nuevo hasta que tuviera la pauta completa de la vacuna contra la covid. Al final lo he dado de baja del centro y está conmigo porque ya no trabajo, antes llevaba tiendas. Yo sola no puedo, el padre sí trabaja y tengo el apoyo de Víctor, que es su cuidador desde que era pequeño».

Tutela por curatela

«A partir de los 18 años hay cambios en distintas Administraciones», plantea Mónica, a quien le ha afectado especialmente a nivel emocional el proceso judicial de incapacitación, «que ahora no se llama así y se ha sustituido por medidas de apoyo a la persona con discapacidad, donde desaparece la tutela y se incorpora la curatela de representación», detalla. «Lo peor de todo es que no hay ningún acompañamiento emocional a este proceso. Incapacitar a un hijo es muy duro aunque no te venga de nuevo tener que hacerlo», confiesa. «En mi caso, el obstáculo no fue hacer el trámite, porque tengo formación jurídica, sino que mi barrera fue emocional. No pude hacerlo hasta el mes de abril del año pasado y eso que me recomendaron hacerlo antes, pero fui incapaz», relata aún entristecida. «Tuve que corroborar todo lo que le pasaba a mi hijo delante de un juez y me derrumbé», confiesa. «Sí, es como si te volvieran a clavar un cuchillo en una zona donde ya tienes el agujero», se suma Mercedes Alemany, quien explica que hay gente que no se ve capaz de hacerlo «porque se le hace grande todo el papeleo que supone y porque tiene miedo a ir a un juzgado». Por eso, ambas madres echan en falta una figura que pudiera guiar también a los padres en todo este tipo de procesos administrativos, «pero que fuera una única figura en la que poder centralizar muchos aspectos. Y que pudiera estar presente en los propios centros donde llevamos a nuestros hijos, que todas las ayudas se pudieran concentrar ahí mismo y nos guiaran. Lo mismo pedimos con los médicos especialistas, y no tener que andar de correveidile entre uno y otro repitiendo extensísimos historiales clínicos muy complejos». «Con las ayudas sucede lo mismo. No todo el mundo las llega a entender. Y también son insuficientes», inciden.

Para la madre de Jordi el de la gran discapacidad es un camino salpicado de obstáculos, frustraciones y derechos mermados. «Piensa que somos prácticamente el único colectivo que no podemos elegir centro educacional para nuestros hijos», lamenta. 

El hecho de tener que pasar cada cierto tiempo una revisión de la discapacidad, con todo el papeleo y entrevistas que conlleva, supone un «absurdo» para estas madres. «Ahora están dando ya la discapacidad definitiva a partir de los 18, pero a muchas personas no se la quieren otorgar», indica Mónica Ferrà.

Otro de los cambios que afrontan estos jóvenes cuando pasan a la edad adulta es la de cambiar de médico y tener que abandonar a su neuropediatra de cabecera. «A mí me han dicho que como no tiene epilepsia ya verán si le dan neurólogo o no. Me parece increíble porque tiene parálisis cerebral», exclama Ferrà. «Ahora han de ir a urgencias de adultos y por protocolo no te dejan entrar con ellos», lamenta Alemany. «Es inaudito que no exista un circuito específico bien protocolarizado en los hospitales para las personas con discapacidad, son incomprensibles las esperas para una consulta de hasta tres horas para niños enfermos», denuncia la madre de Jordi, que agradece la labor de los terapeutas de la Fundación Nemo, pues le han ayudado a hacer más llevaderas muchas situaciones y a comprender mejor a su hijo, un niño cariñoso y afable que te coge la mano en cuanto te ve, como Luis, un seductor con unos ojos llenos de vida.

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