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«Luchar y luchar»: cómo el cáncer cambió una vida por completo

El mallorquín Sebastià Pizà padeció el linfoma de Hodgkin durante cuatro años y medio - Superar la enfermedad hizo que pasara de no tener la ESO a obtener tres FP de ámbito social, y poder ayudar así a todo tipo de colectivos vulnerables

Sebastià Pizà, el integrador social al que superar el cáncer le hizo volcarse en la sociedad. B. ARZAYUS

«Mi vida ha sido luchar, luchar y luchar». Cáncer, esa palabra maldita que, desgraciadamente, tan presente está en nuestras vidas. Según la Sociedad Española de Oncología Médica, el año pasado se diagnosticaron en el país 277.000 casos, una cifra prácticamente igual a la de 2019. Además, el cáncer sigue siendo una de las tres ‘C’ que representan las mayores causas de mortalidad en España y en el mundo, junto a lo relacionado con el corazón y las carreteras.

Sebastià Pizà, natural de Santa Maria pero residente en Montuïri, es una de las muchas personas que en algún momento de su vida han tenido que luchar contra esta enfermedad. En su caso, a parte de ganar la batalla, fue un proceso que le sirvió para cambiar radicalmente la vida que tenía antes de estar días y días entre hospitales, y pasó a dedicar su tiempo a estudiar y trabajar con todo tipo de colectivos sociales vulnerables. Pero empecemos por el principio.

«Era el típico chico que no quería estudiar y a los 16 años me metí en la construcción», recuerda. Sebastià estuvo en el mundo del ladrillo hasta el 2004, con 22 años, en pleno boom del sector en Mallorca. En ese momento, una pérdida de peso importante en poco tiempo acompañada de periodos de fiebre muy alta y un cambio de tonalidad en la piel le obligaron a ir al médico, quien después de los primeros análisis le derivó al hospital. Allí le confirmaron que tenía linfoma de Hodgkin, un cáncer del sistema linfático que se le había extendido por todo el cuerpo. «Era un ataque global, en vez de producir defensas toleraba las células cancerígenas», explica.

El comienzo del proceso con quimioterapia fue el punto de inflexión para él. «Aquí te das cuenta de que realmente estás enfermo, que tu vida cambia por completo», relata. Los nueve meses de tratamiento no funcionaron y se tuvo que pasar al siguiente escenario: autotrasplantarse células de la médula. Esto suponía estar un mes en una habitación burbuja prácticamente solo, con visitas puntuales de sus padres. «Se debe destacar el papel de la familia; mi madre fue mi psicóloga en cuanto a los ánimos y hacerme comprenderlo todo, fue un apoyo vital, a parte del acompañamiento brutal de mi padre y mi hermano», subraya.

La recaída

El autotrasplante funcionó y superó el linfoma, pero al cabo de un año y medio tuvo una recaída. «Fue un volver a empezar con dosis mucho más altas: transfusiones de sangre, radioterapia, las quimios pasaron de siete a 72 horas…», rememora Sebastià. En cambio, esta vez lo sentía todo muy diferente: «Aprendí a ver siempre lo positivo. Si haces un proceso interno para ver las cosas positivas, por pequeñas que sean, cambia bastante».

La solución pasaba por un trasplante de médula de otra persona, y su hermano de trece años fue la única cercana plenamente compatible. «Como hermano mayor no me gustaba hacerle pasar por esto, pero ahora ya nos hacemos bromas de que me salvó la vida», apunta. Después de cuatro años y medio de «luchar, luchar y luchar», su cuerpo estaba finalmente liberado de células cancerígenas.

El giro radical

Con 27 años, habiendo superado la enfermedad, hubo dos condicionantes que le incitaron a hacer un cambio radical en su vida. Por un lado, conocer a su pareja le motivó a estudiar. En dos años aprobó la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), e hizo las pruebas de acceso a la Universidad.

Aun así, quiso obtener Formaciones Profesionales (FP) dedicadas a temas sociales: Animación Sociocultural, Integración Social y Atención a personas con dependencia. «Trabajar para las personas me interesó más a raíz de estar en el hospital con la enfermedad: la tranquilidad, la paciencia, el positivismo, el acompañamiento... todo», explica.

Así, durante estos diez años ha tratado con todo tipo de colectivos: refugiados en la Cruz Roja que huyen de guerrillas o buscan asilo por ser perseguidos por su homosexualidad en Marruecos, inmigrantes que llegan en patera, enfermos de VIH en fase muy avanzada en la Fundación Siloé de Santa Eugènia, niños con parálisis cerebral o movilidad reducida, menores con diversidad funcional o jóvenes de distintos barrios de Palma como la Soledat, Son Gotleu o Pere Garau, que es su trabajo actual.

El caso de los menores

Aun así, el ámbito que más le atrae es la reinserción de los menores, un tema que en Baleares «está olvidado». Critica que parece «un mundo paralelo» con condiciones de trabajo en algunos centros «infrahumanas», turnos de 15 horas, nóminas «ridículas» y seguridad «nula». «Después nos extrañamos si hay casos de prostitución, pero si no inviertes en algo no se puede controlar. Entras en un turno de 15 horas y tienes que intentar sobrevivir. En según qué centros no hay recursos para reinsertar, sino que el objetivo es tener el niño tranquilo y que pasen los días», critica.

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