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20º aniversario del 11S

Mallorquines en los atentados del 11S en Nueva York: una ciudad entre el dolor y la resiliencia

Cuatro mallorquines relatan cómo se vivió el atentado en la ciudad y la voluntad de seguir adelante que se percibía: «No nos detendrán»

El sociólogo mallorquín Pere Mateu, residente en la Gran Manzana desde 1988. Joan Mateu

Pere Mateu, un mallorquín nacido en Bunyola pero que emigró a Nueva York en 1988 para hacer un doctorado en Sociología, trabajaba en el Instituto Nacional de Investigaciones para el Desarrollo (NDRI, en inglés) haciendo estudios de campo sobre el consumo de heroína en la ciudad. La empresa ocupaba todo el piso 16 de una de las Torres Gemelas, la sur concretamente. «El viernes había acudido a mi jornada, envié el último correo y uno apaga la luz pensando que la siguiente semana volverá, pero no fue así», recuerda.

El martes 11 de septiembre Mateu acompañó a su hija al colegio para dirigirse después a la oficina, pero un camionero le alertó de un gran impacto en una de las torres. «En ese momento piensas en un accidente, no te planteas que sea un atentado, pero al encender la televisión y ver el segundo impacto, la percepción cambia y te das cuenta de lo que es realmente», relata.

A unos veinte minutos de las Torres Gemelas residía Toni Pizà, otro mallorquín que lleva 30 años en la Gran Manzana y que ejerce de profesor de Musicología en la Universidad de Nueva York. Él se enteró del choque del primer avión gracias a una llamada del diseñador Miquel Adrover, que había celebrado un desfile el día anterior. «En mi casa tenía dos compañeros mallorquines que regresaban esa tarde, y ya les dije que no saldrían de la ciudad ese día, el aeropuerto estaba cerrado», explica.

El musicólogo Toni Pizà, que lleva 30 años en la ciudad. DM

La primera reacción de Pizà y Mateu fue acercarse al epicentro todo lo que podían, había mucho desconcierto entre la gente. «Fui con la cámara a grabarlo, y en ese momento cayeron las dos torres», rememora el sociólogo. «Los que estábamos ahí nos dimos cuenta de que las consecuencias serían terribles, sobre todo en cuanto a las pérdidas humanas. Nadie pensaba que las torres se derrumbarían», añade. «A una cierta altura la policía ya no te dejaba pasar», puntualiza Pizà.

Estos dos mallorquines recuerdan que en prácticamente toda la ciudad ya se notaba el polvo en suspensión poco tiempo después del atentado, y se percibía un olor a quemado y a brasa, que «incluso duró semanas». «Todo Manhattan quedó cubierto de blanco», lamenta Pere Mateu. Las líneas telefónicas colapsaron en las horas posteriores al desastre, pero antes de eso tanto el sociólogo como el musicólogo pudieron dejar claro a su familia que estaban bien: Pizà habló con ellos, pero Mateu tuvo que dejarles un mensaje en el contestador al no poder contactar hasta los tres días siguientes. «Entraron en pánico durante un día al no saber nada de mí», subraya.

La ciudad que no durmió

«Primero hubo un sentimiento de negación, después vino la rabia enorme por un atentado tan maquiavélico, y luego hubo mucho dolor por las personas perdidas», afirma el sociólogo isleño. «Había muchísimos carteles por las calles donde se preguntaba si alguien había visto a su familiar, era desolador», recuerda.

El atentado contra las Torres Gemelas pudo dejar paralizada a la ciudad por el shock que suponía perder a uno de los grandes emblemas, pero nada más lejos de la realidad: la ciudad que nunca duerme siguió ese día sin dormir. «Los mensajes de los líderes políticos coincidieron con el espíritu de la ciudad: no nos detendrán, no podemos permitir que el atentado venza el espíritu abierto de nueva York», prosigue Pere Mateu.

«La percepción desde Europa era de más miedo que el que había en la propia ciudad. No quita relevancia al hecho, pero la misma noche del atentado muchos de los restaurantes estaban llenos, Nueva York no se detuvo y esto dice mucho de ella», destaca Bartomeu Amengual, un fotógrafo mallorquín afincado en la ciudad desde 1997 y que se encontraba en la isla en ese momento. «Volví pocos días después y sí que se endurecieron mucho las medidas de seguridad en los edificios, pero la Gran Manzana seguía viva», relata.

Bartomeu Amengual, fotógrafo afincado en Nueva York.

Bartomeu Amengual, fotógrafo afincado en Nueva York. D:

El tapiz de Miró

La torre número uno tenía en su interior un tapiz de grandes dimensiones -en concreto, de 20x5 metros- del pintor catalán Joan Miró, quien mantuvo una relación especial con Mallorca. «Su valor de mercado era de unos diez millones de dólares», destaca el historiador del arte, patrono de la Fundació Joan Miró de Mallorca y nieto del artista, Joan Punyet, que estudió en Nueva York y trabajó en el famoso Museo de Arte Moderno de la urbe en los 90.

«Contactamos con las autoridades y nos confirmaron que quedó totalmente destruido», lamenta. El presidente del Gobierno español en ese momento, José María Aznar, llamó a Punyet por si era posible realizar una réplica para entregarla de nuevo a EEUU «como símbolo de fraternidad» del pueblo español con el neoyorquino. Sin embargo, «era una obra irremplazable, realizada con piezas únicas, irrepetibles y de una complejidad técnica brutal», finaliza.

Joan Punyet junto a las Torres Gemelas mientras residía en Nueva York en los años 90. DM

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