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Historia del hombre tumbado

El padre Norberto Alcover, colaborador de este diario, repasa sus 50 años de sacerdocio

El jesuita Norberto Alcover en una imagen reciente. |

Ha sido un largo y complejo recorrido hasta llegar a tumbarse por completo en las gradas del altar. Casi quince años de formación religiosa, humanista, filosófica y teológica, de casa en casa, de facultad en facultad, mientras la sociedad y la misma Iglesia se retorcían en búsqueda de libertades perdidas y de nuevas estructuras históricas. El hombre tumbado en las gradas del altar de Montesión donde comenzara la aventura, acumulaba en su gesto la plenitud corporal de la treintena y la densidad de largos interrogantes, algunos de los cuales jamás serían resueltos del todo.

Tumbado, se entregaba por completo a la gran experiencia de su propia madurez: un futuro imposible de descifrar de antemano por mucha cantidad y calidad de los materiales acumulados en su mochila existencial desde 1957, cuando dejara Mallorca para integrarse en el dinamismo jesuita de la Compañía, apoyado sobre todo en una convicción misteriosa de que «había que dejarlo todo por el todo». Un Todo que, como una venturosa herida, iría manifestándose durante cincuenta años hasta este momento cuando las miradas estaban fijas en el hombre tumbado en el altar de Montesión: lugar de partida, lugar de retorno, lugar de sacerdocio. 27 de junio de 1971, en una vuelta a los orígenes más acendrados. Porque el hombre tumbado había mamado la leche de los valores jesuitas y sacerdotales sustanciales en esa casa, en esa Iglesia, en su correspondiente sociedad. Palma siempre en el corazón.

Alcover con el padre Pedro Arrupe,  general de la Compañía de Jesús.

Alcover con el padre Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús.

Años antes, en los sesenta, el hombre tumbado comenzaría su vinculación con el mundo de los medios en este mismo Diario de Mallorca, invitado por el siempre recordado D. Antonio Sabater, una gozada de la vida que le ayudó a formarse después en tierras italianas en el universo mediático y más tarde en la crítica cinematográfica especializada. Ahí, en esa conjunción entre la realidad mediatizada y su interpretación sacerdotal define él mismo su «sacerdocio temporal», pues jamás ha vivido de forma desvinculada lo real, lo profesional y lo sacerdotal. Teniendo presente que durante casi treinta años desempeñó tareas docentes en climas universitarios madrileños y centroamericanos, abriendo camino intelectual a la «Teoría de la Comunicación», tan baqueteada después (hoy mismo) por razones tecnológicas evidentes.

El hombre tumbado ha sido un sacerdote jesuita en la prensa y en la universidad, en un intento correoso por trasladar el misterio de Dios al misterio del hombre y el del hombre al de Dios. Sin Dios y sin hombre el hombre tumbado dejaría de ser él mismo para haberse entregado a un divinismo vaciado de encarnación o a un secularismo desentrañado de trascendencia. Y en ese encuentro, tan perfectamente resuelto en Jesucristo, el hombre tumbado ha vivido la cruz y la espada de sus mejores horas. Vaticano II y Pedro Arrupe como fundamentos inviolables después. Además del «humanismo cristiano» de Ignacio en sus siempre llamativos Ejercicios Espirituales. Quiero decir que ha tenido el don de no ceder ni a un decisorio temporalismo ni a un exitoso espiritualismo. Ha sido conflictivo y en ocasiones incomprendido, pero la búsqueda de la voluntad de Dios en cuanto Dios ha permanecido como referente en soles y en huracanes.

En la azotea de Montesión.

En la azotea de Montesión.

Todo lo anterior, que ya es bastante, centró todavía más la personalidad del hombre tumbado en el altar de Montesión, tras encontrarse con «la justicia que brita de la fe» en los años en que visitó como profesor invitado la célebre UCA (Universidad Centroamricana), poco después del asesinato colectivo de sus compañeros jesuitas al frente de aquella Universidad. Todo lo anterior y por supuesto posterior encuentran definición axiológica en aquellas experiencias radicales en que tocó con sus propias manos «el valor sacerdotal de la inteligencia como proyección de la justicia». Su cerebro se alteró y su corazón se apasionó con ese «golpe de injusticia», tantas veces derivado en injusticias mayores. Como referente capitular de aquel tiempo, la frase jesuita que, entonces, presidía las tumbas de los mártires: «No lucharemos de verdad por la justicia sin pagar un alto precio». Lo que implica saber navegar en esas aguas sociopolíticas con remos firmes.

"El hombre tumbado ha tenido el don de no ceder ni a un decisorio temporalismo ni a un exitoso espiritualismo"

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El hombre tumbado sobre las losas de Montesión para, inmediatamente, ser consagrado sacerdote, cumple hoy mismo 50 años de consagración. Este hombre tan baqueteado en su sacerdocio eclesial y social, guarda en su corazón un montón de nombres, masculinos y femeninos, ancianos y jóvenes, vivos y ya muertos, que son lo mejor de su vida. Y que, desde estas páginas tan queridas, devuelve a la Iglesia y a la Sociedad mallorquinas. En un momento dado, durante el día, sentado en el primer banco de la Iglesia y con las losas delante, se contemplaría a sí mismo. Su efigie blanca ya no estará «entregada» porque aparecerá «aplastada» por haber sido tránsito humano y divino, y experimentará una soberana felicidad. Y en la cabecera de esa blancura derramada y ya transitada, percibirá dos presentaciones sonrientes que dibujan los rostros de Norberto y Mercedes. Mientras tanto, una figura anciana se sentará en el banco junto al hombre, le tomará por el brazo y susurrará estas palabras: «Norberto, es el momento de la gratitud por tanto bien recibido». Y el hombre antes tumbado y ahora sentado en Montesión descubrirá, sin más, el rostro de Francisco. Y se abrazarán.

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