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Análisis

La temporada del turismo clandestino

Los viajeros de la cuarta ola llegan a hurtadillas, nadie reconoce haberlos invitado

Si Madrid es el Magaluf de España, entonces Magaluf es el Madrid de Mallorca.

Un mallorquín interrogado sobre las dos asignaturas más aburridas del mundo, hubiera respondido hace poco más de un año que eran las estadísticas y el turismo. En efecto, vivir de los extranjeros no implica convivir con ellos. Sin embargo, los prejubilados palmesanos comparan hoy en sus excursiones de nordic walking las cifras de nuevos contagios del coronavirus registradas en los últimos días. Y solo hay un asunto que despierte mayor interés en Mallorca que las tablas numéricas. El turismo, de nuevo.

Para quienes acaben de llegar al turismo como asunto único de conversación, se trata de una actividad exultante, destinada a mejorar la imagen que tenemos de nosotros mismos y sobre todo la imagen que tienen los demás de nosotros mismos. De ahí que el mayor escándalo de la reactivación turística a trancas y barrancas provenga de los visitantes, inevitablemente alemanes, que juran que no piensan difundir sus imágenes de solaz mallorquín por Instagram.

Los renegados de las redes sociales no pretenden evitar que un ladrón desvalije a ganzúa su piso de Düsseldorf mientras descansan en Mallorca. Se arrepienten a medias de la mala imagen que dan a sus compatriotas semiconfinados. Los turistas de la cuarta ola desembarcan en Son Sant Joan a hurtadillas, a menudo omiten identificarse ante los periodistas que han venido a recibirles y que casi les superan en número.

Del otro lado, nadie se atreve a adjudicarse el mérito del tímido flujo pascual. El Govern no incitó, pese a las apabullantes pruebas en contra, y los operadores turísticos no se anunciaron. Los turistas han florecido por generación espontánea, se desplazan a hurtadillas sin que nadie reconozca haberlos invitado.

Hasta que llegó el aullido tarzanesco de Iago Negueruela en «no queremos a esa gente», la esencia del turismo mallorquín era recibir al máximo de extranjeros posibles, y que alborotaran todo lo que consideraran necesario. Ahora se les acoge como un mal menor y se les exige un comportamiento decoroso. Aunque solo sea a beneficio de inventario, la autoridad ha amenazado con enviarles a la policía para documentar que se ajustan a las restricciones, una vulneración sin precedentes.

Mallorca ha dado por iniciada la temporada del turismo clandestino, con un remordimiento que lleva a la conselleria a defender semanalmente que aquí solo contagian los nativos. Y cuando la autoridad casi había convencido a la población de que debía resignarse a su condición de meta de la ganadería intensiva turística, Italia (y no Nueva Zelanda) impone un confinamiento de cinco días a todos los viajeros. Produce cierto apuro contrastar una cuarentena seria con la pantuflesca obligatoriedad de la mascarilla en una playa nudista.

La resignación hipócrita en destino contrasta con la cólera nada disimulada de Berlín. No peca de revolucionario admitir que Merkel es más importante que Sánchez para Mallorca. A partir de ahí, la cancillera y veraneante alpina ha sufrido una derrota en toda regla en la isla. La mamá o abuelita alemana, Mutti u Omi, ha sido desobedecida en masa por los turistas clandestinos.

Tras el apocalíptico «moveré cielo y tierra para que no viajen a Mallorca», la cancillera estaba convencida de que la condena a purgar una posible infección en la isla disuadiría a sus compatriotas. Como bien predijo un dirigente de TUI, «vendrán de todas formas». Para los amigos de las paradojas, el accionariado del turoperador que ha obligado a abrir sus hoteles en la isla está controlado por Berlín.

No se ignora impunemente el magnetismo irresistible del sol. Un analista pretencioso suscribiría que Merkel ha embarrado definitivamente su legado en la isla. Un gobernante puede permitirse una gestión pésima del coronavirus, pecado casi unánime en Europa, pero no la sensación humillante de que ha sido desobedecido y burlado por sus administrados.

En la inauguración del turismo de recogimiento casi pascual, Mallorca iba a llevarse una sorpresa adicional, al descubrirse que el heredero del Magaluf exorcizado por Negueruela iba a ser el Madrid de Díaz Ayuso. Y aunque las estampas de desórdenes callejeros hablaban por sí solas, dolía escuchar a la anestesista Mónica García formular un definitivo «vamos a acabar con esto de que Madrid sea Magaluf».

La candidata de Más Madrid se veía reforzada por su correligionaria Rita Maestre, con un contundente «a Almeida y Ayuso solo les falta repartir los flyers». Las protestas ante la equiparación se centraban en el presunto insulto a la capital, sin reparar en el agravio al enclave mallorquín. Pues bien, si Madrid es el Magaluf de España, entonces Magaluf es el Madrid de Mallorca.

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