Nadie negará que los políticos han arrimado el hombro a la pandemia, sobre todo para que les inyecten la vacuna en esa parte de la anatomía antes que a la plebe. Esta astracanada de Berlanga, la jeringuilla nacional, era el desenlace lógico a un año en el que Mallorca no registra un retroceso, sino que lo ha perdido prácticamente todo. O el 92 por ciento según el INE, para no pecar de exageración

La isla ha adquirido un papel tan preponderante como laboratorio del coronavirus, que lo sorprendente no es que registrara el segundo caso español, después de La Gomera, sino que se le escapara el primer puesto. Hay que desviar la atención del paciente inglés, porque el verdadero paciente cero es Mallorca.

Las proyecciones futuras se basan menos en las esperanzas que en las ilusiones. A cambio de un debut prematuro, Mallorca surfeó una ola inicial de la pandemia fugaz y relativamente suave. A principios de junio se hablaba de problema resuelto. La autosuficiencia resultaría mortal, porque la segunda oleada de contagios sigue cabalgando después de nueve meses ininterrumpidos. La isla ha alternado los mejores y los peores resultados de Europa, pero bajo la ficción de que solo mejoraba porque los otros empeoraban. El mantenimiento de las restricciones más duras del continente durante ese interminable embarazo no se ha reflejado en la galopada implacable de la incidencia de la plaga.

Mallorca pagó cara su soberbia en junio, cuando decidió que no necesitaba PCR en origen que entorpecieran el flujo de turistas. El plan piloto acabó desplomándose sobre el Govern, que lo infló sin cimentarlo. La revista Time desplazó a una enviada especial a la apertura simbólica de hoteles de la Playa de Palma, un reinicio del negocio impuesto por la presión de los trabajadores ante la aversión de empresarios y sindicatos.

El semanario estadounidense publicó entonces un premonitorio «la esperanza de Europa reposa en Mallorca». Por tanto, la apertura en condiciones irresponsables y con nula vigilancia en Son Sant Joan defraudó a todo un continente. La vacuna es el último abalorio para engañar a los nativos. En realidad, la pandemia se ha enseñoreado de una isla gripada, que por dos veces ha sido la geografía más castigada de la UE que pretendía exhibirla como ejemplo de recuperación.

Las dos puñaladas que ha asestado el coronavirus están perfectamente fijadas en las tasas de reproducción, con un pico a finales de julio y otro a mediados de diciembre. La primera sobreviene tras un mes de mascarilla obligatoria en todo tiempo y lugar. La segunda decepción fue inmediata a la declaración de zona franca por parte de Pedro Sánchez, ninguno de los estallidos de la pandemia está conectado con festividades o cierres de restauración. En palabras de Josep Pomar, gerente de Son Espases que evalúa el actual retroceso de contagios, «el virus ha cumplido su ciclo». Va por libre.

España es uno de los países más castigados por la pandemia en número de muertos, pese a la burda manipulación de los datos, y también sobresale en el retroceso económico. El mercantilismo mallorquín impulsa a centrarse en el dinero. Ningún país puede competir en la caída del Producto Interior Bruto con los datos españoles, a excepción de Perú. Y dado que Mallorca se derrumba con un estrépito tres veces superior a la media de los países citados, la isla se convertiría en la economía más hundida de la Tierra si fuera un país. Y si no, también.

Hoy se apuesta a la desesperada por PCR en origen, cuarentena a la llegada, vacunación rusa a los turistas costeada por los hoteleros y pasaportes sanitarios. Demasiado tarde, porque sobre Mallorca se cierne el espectro de los cinco inviernos consecutivos, sin ninguna temporada digna de tal nombre entre 2019 y 2022. El primer año de los citados se cerró con la quiebra de Thomas Cook que hoy suena a broma, aunque entonces llevó a las lágrimas a Bel Oliver, la única política defenestrada por confinarse en exceso.

En vez de escuchar a expertos que no se juegan la piel en sus predicciones, y que no detectaron la pandemia, pregunte a cualquier empresario turístico si aceptaría el cuarenta por ciento de sus ingresos de 2019, a cambio de la temporada íntegra de este año. Y prepárese a recibir un diluvio de ofertas. De ahí que el cierre forzoso de bares y restaurantes no agrave el problema, sino que sirve para disimular la escasa clientela que tendrían de seguir abiertos. La mayor amenaza para Francina Armengol no son sus madrugadas en el Hat Bar, ni la bacanal vacunal de sus subordinados. Su desastre político lleva la fecha de 15 de agosto de 2020, el día en que Alemania recomienda no viajar a Mallorca.

Las duchas frías sobre el futuro mallorquín arrecian hasta el último minuto. El pasado lunes, el comisario europeo de Empleo infirió la última regañina a España. Según el luxemburgués Nicolas Schmitt, el país meridional debe corregir su dependencia de turismo y construcción, las únicas actividades reconocidas en la isla y señaladas como motor de recuperación. En cambio, el experto turístico Antoni Munar abre una puerta a la ilusión, si no a la esperanza. Reservas tardías para la campaña de 2021, presión de los países emisores para que sus ciudadanos veraneen en casa, una temporada al cincuenta por ciento si Europa se vacuna. «Lo llaman el efecto de la apertura de la botella de champán».

De alguna forma habrá que acabar. Por primera vez en la historia reciente, la desesperación ha salido de su hábitat natural para salpicar a burgueses mallorquines que se creían resguardados. El estallido de la pandemia social dependerá del «potencial de ira» de los afectados, por utilizar una expresión leninista. Y también de que encuentren un Lenin que los canalice. Como medida higiénica, se debería reconocer el derecho a disparar sobre quien vuelva a hablar de corredores seguros y de planes piloto.