Acabamos el 2020, recogidos en casa, vigilando las mutaciones, sin aprender de Corea del Sur y esperando las vacunas. Todo indica que, en España, y en muchos otros países europeos, no se ha intentado suficientemente una convivencia soportable con el virus, ajustada a los límites de sostenibilidad consensuados en la propia Unión Europea: 25 casos acumulados en 15 días por cien mil habitantes. Estamos lejos. Y, si las vacunas nos permiten reivindicar la Ciencia y vemos luz al final del túnel, todo indica que tal reivindicación no ha de ser fugaz, sino que será cada vez más necesaria, porque la vacuna no acaba todo.

Cuando nos acercábamos al umbral de 100-150 casos, como en Balears a finales de septiembre, tanto la situación en el resto de España, mucho peor que en Balears, como la lógica reacción opositora de los sectores perjudicados, pesaron más que la adopción de medidas que hubieran implicado una vuelta de tuerca adicional, necesaria para acercarnos al objetivo 25. En ningún momento se ha optado por restricciones extremas, ni tan solo las de corta duración: por ejemplo, 9 días de cierre, incluyendo dos fines de semana, con suspensión de todas las actividades no esenciales que no pueden realizarse al aire libre. Era la alternativa porque, lamentablemente, la cultura europea nos inhabilita para seguir, aunque sólo fuera en parte, el más exitoso modelo surcoreano (véase más adelante), que les ha permitido proteger, a la vez, salud y economía.

La opinión publica se decanta cada vez más por medidas más duras, sí, pero mientras esta posición no sea más manifiesta, lo que cabe esperar es que se siga actuando «a posteriori»; es decir, respondiendo al daño consumado, en lugar de atender al riesgo previsible. Es por ello que las respuestas restrictivas siempre llegan tarde, más cuanto más conservadores son los gobiernos, siempre por detrás de la pandemia. Es verdad que Balears a veces se ha adelantado con medidas certeras. La largamente reclamada obligatoriedad de test (PCR y, en su caso, antígenos) para poder entrar en nuestra comunidad, incluso viniendo de la península, es ahora efectiva para ralentizar la extensión de mutaciones que pudieran afectar el control de la pandemia, como la amenaza de la variante británica del virus, que sincroniza 17 mutaciones relevantes. Está claro que las medidas existentes, aunque sean consideradas muy duras, siguen siendo muy insuficientes ante la cuesta de enero que nos espera.

El problema, cuando un gobierno pretende adoptar políticas avanzándose a la pandemia es que debe de contar, necesariamente, con un respaldo sólido, creíble, que solo puede venir de la mano de la ciencia. El gobierno español no ha jugado esta baza, e igualmente alarmante es que tampoco se reclame desde otras opciones políticas. Supone que ninguno hemos aprendido la lección. Recordemos que las medidas más duras en España solo se pudieron sostener ante la primera ola, ante el peligro evidente, con riesgos perceptibles mirando a Italia, con la sanidad desbordada y con un miedo profundo al virus. Incluso entonces, la contestación política y de los sectores económicos fue mayúscula, forzando agrias desuniones en el Congreso cada 15 días, acelerando el levantamiento del estado de alarma, y generando más conflicto político, escenificado entre el gobierno español y la comunidad de Madrid.

Todos preveíamos las consecuencias de la relajación en el black Friday, extendido al fin de semana, y aún más amenazante era el puente de la constitución. Han sido los interruptores para activar la dramática escalada actual de contagios, a la que se unirá el incremento de la movilidad y las reuniones de estos días como garantía de una cuesta de enero covid-19 fatídica.

La gestión de la covid-19, se está haciendo sin los contrapesos clave que permitirían poder tomar, con credibilidad y autoridad moral, las medidas necesarias en cada momento. Se carece del aval de un asesoramiento científico del máximo nivel de excelencia, independiente, transparente y sólidamente estructurado, que guíe la adopción de estas medidas. No lo tenemos y, desgraciadamente, esta estructura de evaluación científica de riesgos, no puede improvisarse. O no del todo, pues algo se podría estar consensuando, 9 meses después del primer estado de alarma.

En España, las autoridades cuentan solo con el apoyo del CCAES (Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias), que no es un organismo de evaluación científica independiente, está sujeto al propio ministerio de sanidad. Y lo mismo es aplicable a los servicios homólogos de las CCAA. Así, el asesoramiento experto del que se dispone no escapa a los condicionantes que, lógicamente, influyen en las autoridades sanitarias, directamente. Es revelador que nunca se manifiesten discordancias entre las recomendaciones de los expertos (a los que siempre se cita) y las decisiones de gestión que se toman. Cualquiera que haya participado en labores de asesoramiento científico de riesgos sabe que las discordancias no son infrecuentes, pues los gestores políticos deben atender otros condicionantes (culturales, técnicos, presupuestarios, etc.). La situación es diferente en países más avanzados en esta disciplina que se llama «análisis de riesgos», tan poco desarrollada en España.

En cualquier caso, ninguno de los países europeos puede contentarse con cómo afrontamos la pandemia, bajo el devenir errático de una convivencia con el virus, cuyo único norte está siendo el de no superar la capacidad, llevada al límite, del sistema sanitario. El excedente de mortalidad en España en 2020, adicional al atribuido a la covid-19, indica que estos límites se han superado ampliamente.

La referencia no es occidente. Es Corea del Sur, junto a otros países del lejano oriente asiático y hasta Nueva Zelanda, revisados en el artículo «Lessons From South Korea’s Covid-19 Policy Response», publicado por Jongeun You, en la revista The American Review of Public Administration. Con 3 ejes: (a) acción rápida y decidida; (b) medidas «3T» (pruebas o test generalizados, rastreo o trazado de contactos y tratamiento riguroso); y (c) cooperación público-privada y conciencia cívica.

En primer lugar, Corea del Sur dispone de un plan nacional de prevención y preparación contra crisis de enfermedades infecciosas. Y no es un plan guardado en algún rincón, sino que se actualiza cada 5 años (ahora funcionan con el vigente 2018-2022).

En segundo lugar, las colaboraciones público-privadas han facilitado el diagnóstico y otras contramedidas médicas. Por ejemplo, ya en enero de 2020, se había establecido el protocolo estándar de PCR, a utilizar por todos.

En tercer lugar, lo que más destaca de la gestión en Corea del Sur es la especial atención prestada a los test, el seguimiento y la trazabilidad. Destaca el riguroso seguimiento epidemiológico de los casos, utilizando tecnologías de la información y las comunicaciones, la capacidad de predecir infecciones, integración de múltiples fuentes de información y las herramientas de inteligencia artificial, cuestionarios, registros médicos, transacciones de tarjetas de crédito, datos del sistema de GPS de teléfonos móviles y automóviles, historiales de desplazamientos (incluidos registros de pacientes desde un día antes de la infección), revisión de vídeos registrados por cámaras de seguridad, etc. Este despliegue tecnológico aplicado al control individual es algo ahora impensable en Europa, sí, pero, al menos, aprendamos la lección de cara al futuro.

Aquí y ahora, la prevención individual es más esencial que nunca, quedarnos en casa, mascarillas de alta eficacia, y la prudencia que cada uno pueda asumir, la máxima que sea posible de acuerdo con sus circunstancias. Esperar la vacuna y que no se siga escatimando la I+D en los presupuestos.

Andreu Palou, catedrático y director del Laboratorio de Biología Molecular, Nutrición y Biotecnología (LBNB) de la Universidad de las Islas Baleares