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Análisis

El rechazo de los hoteles mallorquines

El rechazo de los hoteles mallorquines

Soy un fanático de los hoteles. Antes del confinamiento, acudíamos periódicamente con una buena amiga a tomar café a un establecimiento hotelero palmesano. En cuanto rebrotaron las sombrillas de la nueva normalidad en la terraza, volvimos para recuperar nuestro ritual.

Entre el interior y la zona al aire libre se tendían una treintena de mesas, todas rigurosamente desocupadas. La soledad era tan opresiva que nos sentimos obligados a preguntar al empleado, con decoración de jefe de sala, que se adelantó sonriente a recibirnos:

-¿Podemos tomar un café?

-Claro que sí, ¿son clientes?

-No.

-Entonces no pueden, está reservado a los clientes.

Conviene repetir que la inmensidad circundante estaba desprovista de seres humanos, clientes o no. El empleado nos conocía perfectamente dada la frecuencia de nuestras visitas, por lo que sabía que no nos alojábamos en el hotel y se dio el gusto de una expulsión versallesca. En fin, en medio de la crisis procede reseñar que íbamos a pagar tres euros por un café solo.

Es la primera vez que me expulsan de un hotel de Palma, pese a que a menudo he accedido a ellos con propósitos informativos discutibles. Los empleados obedecen órdenes, pero no había ningún motivo de seguridad y se supone que los indeseables nativos pagan en euros que hasta Merkel aprobaría.

Ni siquiera cabe entrar en la legalidad del destierro. O en la ocupación, esta sí ilegal, de suelo público al servicio exclusivo de extranjeros ausentes. Lo crucial es que, incluso en su peor momento, los hoteleros exigen una Mallorca libre de indígenas. Antes muertos que rescatados por nuestros paisanos. El rechazo a los hoteles mallorquines siempre ha sido inferior al rechazo de los hoteles mallorquines.

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