La cabina del bimotor de turbohélice ATR 72-500 de Air Europa Express está al completo: hay ocupados 67 de sus 68 asientos. Ante semejante panorama (paradójico), el pasajero se pregunta por qué entonces se insiste tanto en que se mantenga la separación de más de un metro en los controles, en la zona de embarque y en la pista antes de subir a esa pequeña aeronave, así como en la profilaxis. A este redactor no le queda más remedio que pasarse la toallita desinfectante, la que repartió el azafato al entrar al aparato, por el codo, pues, ante tamaña estrechez, continuamente lo roza con el pasajero del asiento de la izquierda.

Air Europa tiene una explicación para sortear la ambigua redacción de la orden ministerial que, en teoría y desde el 10 de mayo, considera suficiente pero no obliga (según interpretan las compañías aéreas) a que los vuelos interislas estén ocupados al 50%. Primero, una aeronave está casi tan higienizada como un quirófano, asegura: "El aire de la cabina no se estanca nunca. Es una mezcla de aire del exterior y aire filtrado mediante filtros de recirculación HEPA o de alta eficiencia. Para que se hagan una idea de su capacidad, pueden capturar las partículas que contienen virus con una eficiencia de más del 99,9%. Son exactamente los mismos que se utilizan en entornos hospitalarios de alta exigencia, como los quirófanos. Ningún medio de transporte colectivo es tan eficiente a la hora de protegerles de posibles contagios como el avión", afirma la compañía, que asegura que "se mantendrá, en función de la ocupación, la máxima separación posible entre pasajeros". En función de la ocupación van a tope y la máxima separación es, obviamente, mínima.

Evacuación en orden

Las aerolíneas defienden que la reducción de pasajeros, por ejemplo eliminando el asiento central, es "innecesaria para dar mayor seguridad". IATA (Asociación Internacional de Transporte Aéreo) afirma además que esa distancia mínima es "incompatible con la restauración y desarrollo de la conectividad aérea".

El pasaje parece una colección de replicantes de Hannibal Lecter, pero con máscaras coloridas (blancas, azules, verdes y negras) y de diseño (un niño se tapa la boca con una que tiene dibujos de Mickey Mouse, otro con ilustraciones de dinosaurios). Una vez despega el turbohélice sólo queda otro avión comercial en la pista de es Codolar, aparcado allí sin visos de que vuele en mucho tiempo. Llama la atención, desde el aire, la quietud del mar, que no haya ni una sola embarcación dejando una estela a su paso. Igual en la bahía de Palma, adonde se llega en apenas 20 minutos de vuelo.

Una vez aterriza, la tripulación avisa de que hay que salir del avión por turnos. Se acabó esa bárbara costumbre de levantarse nada más se apaga el pictograma del cinturón de seguridad. Todos sentaditos hasta que toca. Se evacúa por la puerta trasera. Hasta que los de la fila posterior no se hayan levantado y recogido su equipaje, no pueden abandonar sus asientos quienes ocupan la fila inmediatamente anterior. Es fundamental, esgrime por megafonía el auxiliar de vuelo, no atestar el pasillo. Hay que evitar esa melé que se formaba antaño. No se reprime entonces el pasajero con el que este redactor se ha codeado durante 35 minutos: "Ya, lo dicen ahora, después de que nos hemos pasado todo el vuelo pegados unos a otros".

A través de la ventanilla se puede apreciar la diversidad de estilos que utilizan los mozos que recogen los equipajes para taparse con las mascarillas: uno lleva la nariz fuera, otro la sujeta bajo la barbilla, otro va sin ella... En Eivissa, por el contrario, todos cumplen (al menos esa jornada) las normas a rajatabla.

En la sala de los vuelos interislas tampoco hay nada abierto. Nada. Una muralla de cuatro máquinas expendedoras de productos ricos en colesterol y azúcar bloquea el acceso al bar. Hay obras en el pasillo que conduce hasta donde, antes de salir, miden la temperatura apuntando directamente con un termómetro digital a la frente. Allí, además, se debe rellenar un cuestionario de salud del Govern. Este redactor da 36,3º en ese control (donde reprime un estornudo -por causa de la alta concentración de polen en esa jornada-, no sea que lo confundan con tos), lo que desmonta la teoría de la vicepresidenta Carmen Calvo de que el coronavirus hace estragos en esa especie de triángulo (lineal en este caso) de las Bermudas situado en el entorno de la latitud de Madrid y Nueva York (N 40º): estamos en la latitud N 39º, tras viajar desde la N 38º de Eivissa y rozar la N 40º. Se demuestra así también que la Covid-19 produce daños neuronales entre algunos políticos.

La terminal está desierta. Sólo hay un rent a car. Es un infierno para los adictos a la cafeína. En la pantalla de llegadas únicamente hay ocho vuelos previstos para uno de los aeropuertos más grandes y con más actividad del país. En el de salidas, siete. El último, a las 18.55 horas, con destino las Pitiüses: "Tienes pocas opciones. Eivissa o Eivissa", dirá jocoso el guardia de seguridad que controla la puerta del aeropuerto cuando, horas después, este redactor regresa a la terminal. Pues Eivissa. La parálisis es absoluta. El parking de los autobuses, que en esta época solía estar a rebosar, está vacío. No circula ni un coche. Hay una veintena de taxistas ociosos, de cháchara, a la espera de clientes. Alguno cae porque el autobús que enlaza con Palma tiene un horario endiablado: es mediodía y no llegará hasta dentro de dos horas, lo que obliga a los viajeros a esperar pacientemente bajo un sol de justicia o a desembolsar 17 euros hasta la capital. No hay más remedio que subir a uno para no acabar cocido o aburrirse como una ostra.

La taxista mallorquina tarda poco en decir que está desesperada. Cuenta que llegó al aeropuerto a las 4.30 horas de la madrugada. Desde entonces sólo ha hecho dos servicios. Este es uno de ellos: "Y el otro, porque llegué la primera a Son Sant Joan. Como no vengan turistas ya... Ay, dios". Agradece que se le pague en metálico: "Es que sólo registramos números negativos. Hago pocas carreras, pero el banco me sigue cobrando un porcentaje si uso la tarjeta". Desde que la pandemia lo desmoronó todo, sólo trabaja un día de cada seis.

La cabina parece una sauna a las 18.30 horas, poco antes de despegar de regreso a Eivissa. Con tanto calor se hace difícil respirar con la mascarilla. Y si ahora molesta, en junio o julio puede resultar insoportable. Tras una jornada entera con ella, duelen hasta las orejas (por los elásticos).

El viaje ha sido agotador, estresante, debido a tantos controles y requisitos, a tanta presión y a la obligación de aceptar tantas (absurdas) contradicciones sin rechistar. Se antoja más sencillo y placentero el periplo entre Suiza y Kabul que en 1939, y a bordo de un Ford Roadster Deluxe, realizaron las reporteras/escritoras Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart, tal como cuenta esta última en 'El camino cruel'. Sólo la necesidad, que no el placer (salvo los masocas), justifica pasar semejante suplicio.