El confinamiento al que en estos días estamos obligados nos provoca, a algunos, un estado de ansiedad, al haber sido privados del derecho a la libertad deambulatoria. Ello me ha llevado a reflexionar sobre las personas que se encuentran privadas de libertad y, desde mi perspectiva de abogado penalista, los que lo están por causas criminales, bien de manera provisional o por condena.

Aunque nos puede acercar a ello, en absoluto es comparable el confinamiento a la situación de reclusión en un centro penitenciario, al suponer este el sometimiento a una continua disciplina, estar lejos del domicilio, del ambiente familiar y social, con apenas intimidad y rodeado de desconocidos, entre otras muchas circunstancias gravosas.

Ante tal situación, he querido reflexionar acerca del fin resocializador de las penas privativas de libertad que proclama nuestra Carta Magna en el artículo 25 párrafo segundo: "Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados?". El Tribunal Supremo, desde 2006 (sentencia de 28 de febrero), ha interpretado que, además de un fin resocializador, las penas de prisión, tienen un fin aflictivo, es decir, de castigar. Lo cual parece querer justificar el fracaso de la resocialización y dar por bueno el populismo punitivo, al que últimamente se nos tiene acostumbrados ante la reacción social por determinadas conductas delictivas, pero sin duda, no se aborda el verdadero fin constitucional de la imposición de la pena privativa de libertad, cual es, la recuperación del ser humano en su integración social.

Por lo demás, un derecho penal que no atiende a las causas de la criminalidad es un derecho objetivista y cojo. La reforma parcial y urgente del Código Penal de 1983, que tuvo como finalidad adaptarlo a la Constitución, aun cuando eliminó la redención de penas por el trabajo, disminuyó la duración de las mismas pero con la idea de que se cumpliesen.

Cuando se llegó al nuevo Código Penal de 1995, que criminalizó nuevas conductas delictivas, antes previstas en el Derecho Administrativo, se criticó por un sector de la doctrina al entender que era excesivamente benévolo, el tiempo demostró que no ha sido así. Las reformas posteriores, unas treinta y, especialmente las de 2010 y 2015, han endurecido más, si cabe, las penas, abandonando la idea resocializadora. Debido a este fracaso, se han fraguado nuevas ideas en torno a fortalecer las medidas alternativas a las penas privativas de libertad como son, su sustitución por multas, expulsión del territorio nacional, trabajos en beneficio de la comunidad, entre otras.

Pero vayamos al fin último de la pena de privación de libertad y, preguntémonos qué significa reinserción social; ni más ni menos que, el individuo, tras haber sido marginado por causa de la comisión de un delito y haber cumplido la totalidad o parte de la pena (y siempre y cuando haya reparado o cuando menos intentado la reparación del daño que en su día causó con su conducta antijurídica), pueda retornar a la sociedad, reintegrarse nuevamente allí donde ha causado un mal, lo cual posiblemente supondrá directa o indirectamente convivir con su víctima o víctimas.

La cuestión es cómo se puede lograr esa convivencia, teniendo en cuenta la existencia de un reglamento penitenciario que facilita la intervención de técnicos especialistas en la materia como criminólogos, psicólogos, trabajadores sociales que trabajan en lograr ese objetivo resocializador, entiendo que, además, se deberían abrir espacios al diálogo, al acercamiento entre víctima y autor. No digo nada nuevo, existen experiencias conocidas en nuestro país y deberían generalizarse, porque una sociedad madura no aparta, no excluye , no encierra, sino que recupera, integra, facilita el entendimiento, en definitiva, la comprensión del otro; admitir que todos merecemos una segunda oportunidad.

Tal vez para muchos sea una utopía pero es el camino que, en estos días de confinamiento, vislumbro como deseable.