Día 37. Nada más bajarse de la cama han venido a preguntar a qué hora salimos a la calle, y se han llevado un soponcio al saber que no será hasta el domingo. El día anterior durante la cena seguimos la chiripitifláutica rueda de prensa del ministro de Sanidad como si fuese Eurovisión y jaleamos el resultado cuan si todas las repúblicas bálticas se hubiesen aliado para votar por nuestra canción. "Bien por Rodolfo Chikilicuatre, podemos ir a donde nos dé la gana y no a la compra o al cajero automático", retransmití yo. "¡Vamos a ver a los titos!", gritaron ellos muy contentos y les tuve que aclarar que aún no podemos coger aviones, pero todo se andará. Aunque no será con las zapatillas de mi hijo, más agujereadas que un colador, por mi resistencia a comprar por internet. Cuarenta días de enclaustramiento dan para mucho desgaste y mucho crecimiento, pantalones abiertos por las rodillas, mangas a medio brazo y flequillos que tapan los ojos. "Cuarenta días es la mitad del tiempo que tardó Willy Fog en dar la vuelta al mundo, y cuarenta son los ladrones de la cueva de Alí Babá", les informo, dando rodeos antes de llegar a la parte crucial de lo que les quiero comunicar. "Y este año no hay sanfermines". Silencio triste y reflexivo. Les explico que para que nadie se ponga malo no puede juntarse mucha gente en un sitio a la vez, de manera que las fiestas populares quedarán en suspenso durante un tiempo. "¿Y habrá dimonis?" Tampoco, seguramente. "Pues el año que viene me prometiste que me apuntarás a la colla. Y quiero también entrenar a fútbol y a baloncesto", dice ella, rabiosa de pura inactividad física, por si cuela. Les avanzo que seguiremos así al menos hasta final de año, evitando las aglomeraciones, incluso en Navidades y saltan todas las alarmas. "Suerte que los Reyes son Magos y no les importa el coronavirus y podrán venir como vino el Ratoncito Pérez, ¿te acuerdas, mami?"
