Día 21. Por fin ha llegado el gran día. Un hito marcado con fosforito en el calendario de la cocina. Un acontecimiento increíblemente esperado en este encierro que va para el mes: mi cumpleaños. Para celebrarlo, les recuerdo que no deben decirle a nadie mi verdadera edad. Es un chiste de familia. Mi madre nos obligaba a poner en cualquier ficha o documento oficial que había nacido cuatro años después de la realidad, para que pareciera que era dos años menor que mi padre, quien en verdad era dos años menor que ella. "Qué les importa a esas", nos argumentaba a mis hermanos y a mí. 'Esas' eran las monjas del colegio. Esta falsificación, que a mi madre le parecía inocua, a mí me generaba grandes conflictos morales porque esas monjas que nos pedían nuestros datos de filiación insistían en que mentir es un pecado. Sufrí mucho pensando que un día nos pillarían en la trola. Llegó un momento en que, a base de cambiar la verdadera fecha de nacimiento de mi madre, no sabíamos a ciencia cierta cuántos años cumplía. Y mi padre le seguía el juego encantado. Yo también quiero que mis años empiecen a emborronarse, pero lo tengo difícil. Mis hijos le explican a todo el mundo mi edad, y ahora añaden la coletilla de que yo pretendo rebajarla. Adoran los cumpleaños, y les parece imposible que alguien no lo celebre. He encargado una ensaimada para que la decoren con lacasitos, nos hemos vestido de domingo y ella me ha dado un regalo que lleva meses preparando: una caja llena de cartitas de amor, dibujos de corazones y de nuestra pequeña familia. Él me ha prometido que me sacará a bailar nuestra canción, Take this waltz de Leonard Coen, y luego hemos hecho una videollamada familiar. Mi hermano pequeño cumple exactamente el mismo día, y le hago la broma de que he convencido a los niños para que digan a todo el mundo que yo nací dos años después que él.
