Miquel Capellà se colocó como siempre en la presidencia de la mesa de negociaciones. A su izquierda, un pelotón de ejecutivos y científicos del empresario Antonio Fontanet. A su derecha, su seguro servidor. El número dos ya fallecido del centenario hombre de negocios descalifica, sin contemplaciones, las informaciones sobre el uso ilegal del clembuterol publicadas en este diario. Le respondo subiendo el tono que puede darme lecciones de dinero, pero no tal vez de química. La temperatura alcanza el punto de ebullición, los técnicos agrarios se resisten a intervenir, nunca hubieran imaginado que alguien se atreviera a rebatir a su grupo omnipotente. El abogado presidente ni se inmuta ni pretende apaciguar los ánimos, solo aprovecha un hueco en el intercambio de golpes dialécticos para terciar flemático:

—Muy bien, ya nos hemos medido el tamaño de los miembros, ahora podemos hablar.

Y por supuesto la batalla acabó en paz, sin heridos y sin que sufrieran las libertades de prensa ni de empresa. Capellà se enorgullecería de que se le proclamara aquí el visionario de una Mallorca moderna, pero le costaría entender que ambas palabras son incompatibles. Tenía a la isla en la cabeza, siempre creyó que podría llevar a cabo las construcciones teóricas de su socio Josep Melià. Eligió como vector de sus ideas a Francesc Antich, de quien fuera consejero áulico pese a que reducía sus ambiciones a un "petit país", y a quien con buen criterio consideraba más apropiado que Maria Antònia Munar.

Capellà fue además un fenomenal anfitrión, porque nunca pecaba de condescendencia hacia sus invitados. Contaba con la autoridad y solo necesitaba el poder, pero fracasó en el fulgor de su ambición como presidente de Sa Nostra. El avvocato no supo entender que la Mallorca que amaba sobre todas las cosas jamás permitiría el talante de diálogo que auspiciaba, la exigencia de educación que le impulsó a dejar a Matthias Kühn como cliente por su desconsideración hacia los funcionarios que lo investigaban.

Capellà me citó por primera vez cuando era un recién inaugurado presidente de Sa Nostra, y estableció los términos de la relación antes de empezar la conversación. "Un amigo mutuo me ha dicho que si te critico, te revolverás, pero que si te alabo, serás implacable conmigo". No había peligro, este nacionalista al borde del independentismo no hubiera incurrido jamás en el vicio de la adulación.

¿Saben quien sirvió el desayuno aquella mañana? Pere Batle, el director general que se comportaba como un mayordomo atento al té con pastas, mientras en la rebotica afilaba los puñales para ejecutar a su teórico superior y seguir ejerciendo como auténtico presidente y arruinador de la entidad. Capellà fue sustituido por Miguel Pocoví a instancias de Juan Mesquida.

Nunca agradeceré ni perdonaré lo suficiente a Capellà que me presentara a Paco de Lucía, dado que el guitarrista y extraordinario conversador se ensañó con mi vida sentimental. La muerte del abogado nos reafirma en la convicción de que no hace falta un coronavirus para quedarse en casa, si ahí fuera no vas a encontrar a interlocutores tan excitantes como Capellà.