La evidente desatención sufrida por Lucía Patrascu en el cuartel de la Guardia Civil de Pollença no tiene consecuencias penales. La magistrada que ha cerrado el caso, sin oposición de ninguna de las partes, deja abierta la posibilidad de que se adopten medidas disciplinarias. Tenemos cuatro agentes que una fatídica mañana obviaron los protocolos con los que se tiene que afrontar un posible caso de violencia de género. Hubo "deficiencias y disfunciones", en palabras del fiscal, que, de no existir, quizás hubieran evitado que cuatro horas después se produjera un horrible crimen.

No debe ser un caso cerrado para la sociedad ni para la Guardia Civil. Es una lección para que los profesionales de la seguridad agudicen su instinto y el celo ante indicios de maltrato. Es una llamada de atención para que la sociedad, todos nosotros, nos sintamos implicados en el combate contra la lacra de la violencia machista y no miremos hacia otro lado si se produce en nuestro entorno, justo lo contrario de lo que hicieron los cuatro guardias civiles.

El asesinato de Patrascu queda en el debe de un cuerpo de seguridad que, ciertamente, suma muchos puntos positivos. Su muerte es tan inútil como lo son todos los crímenes. Si al menos sirve para que ningún otro uniformado, sin importar si viste de azul o verde, afronte de manera rutinaria el grito de socorro de otra Lucía, esta muerte no habrá sido totalmente en vano.