Los tribunales no se ponen de acuerdo. Unos jueces aseguran que los trabajadores de Glovo -puede sustituir el nombre por cualquier otro de las empresas de esta calaña- son autónomos. Otros colegas sentencian que son trabajadores por cuenta ajena.

Ya se sabe que el derecho es capaz de explicar un hecho y su contrario. En consecuencia, lo mejor será aplicar el sentido común. ¿Alguien se cree que estas empresas son hermanitas de la caridad?, ¿quién se traga que los esforzados ciclistas que arriesgan el tipo entre coches son felices porque tienen un horario flexible?, ¿existen ilusos capaces de comulgar con ruedas de molino como que tratan directamente entre el cliente y, por ejemplo, el restaurante de sushi?

Ni de coña. Uber, Airbnb, Deliveroo o Glovo tienen objetivos distintos a hacer felices a clientes y productores. Buscan llenar el bolsillo de sus accionistas con una estrategia en la que coinciden dos líneas esenciales: pagar menos impuestos y no establecer relaciones laborales con sus trabajadores.

Su estrategia de defensa ha consistido en llamar anticuados a quienes son incapaces de ver los prodigios de la nueva economía -otro eufemismo para no hablar de explotación pura y dura-.

Por fortuna, algunos no tragan con el timo de un mundo ideal, que pasa por una reinvención de la esclavitud.

Inspección de Trabajo acaba de decirle a Glovo que sus 361 repartidores autónomos de Balears son más falsos que la modestia de Cristiano Ronaldo o las oenegés de Messi, para no ofender. Que debe 365.000 euros en cuotas impagadas a la Seguridad Social. Que tiene que contratarlos como trabajadores por cuenta ajena.

Trabajo intenta atajar un nueva degradación de las relaciones laborales. Primero fue la precariedad, después la rebaja de sueldos y ahora apáñate como puedas mientras yo me lleno el bolsillo.