¿En qué lugar de Mallorca levantamos los muros? ¿En es Trenc o en Cala d'Or? ¿En Cala Figuera o en Portocristo? Quizás los expertos de Vox puedan asesorarnos.

Los 480 inmigrantes llegados en patera a las islas durante este año, aun siendo más del doble que los de 2018, aterrizarían en Son Sant Joan en menos de cinco minutos de un día normal si su origen fuera Alemania o el Reino Unido. Su huella sobre el territorio o los servicios mallorquines es imperceptible. Pero convenientemente amplificada carga las pilas de la demagogia y la xenofobia. Anima a construir barreras que engordan los bolsillos de algunos constructores, los de fabricantes de concertinas y los de los vendedores de rifles de pelotas de goma... sin conseguir borrar el deseo de decenas de miles de habitantes de países pobres de buscar un futuro mejor.

Su dilema no es emigrar o no. La primera duda se establece entre una vida de sufrimiento, incluso la muerte por sed en el desierto, o ahogarse en el mar. Una vez que se convencen de que los riesgos son similares, solo les queda ponerse en marcha y en manos de una mafia de tráfico de seres humanos.

Quizás superen el duro camino. Quizás tengan éxito en Europa y logren salvar a la familia. Tal vez se conviertan en algunos de los chavales que llegaron siendo niños y acabaron convertidos en ingenieros o empresarios de éxito. Pero es más probable que jamás alcancen al edén soñado o que, si lo logran, descubran que también contiene infiernos. El de la marginación. El del desarraigo. El de la explotación laboral. El de la infravivienda. El del hambre.

Seguirán cruzando fronteras sin visado, saltando muros, embarcándose en pateras que apenas podrían salir de una bahía para navegar en mar abierto. Continuarán haciéndolo hasta que en sus países se instale la esperanza. Hasta que la riqueza mundial se reparta con más justicia.