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Opinión

Sánchez y el Rey no volverán

Los trece muertos siguen vivos, pero el retraso en las ayudas estatales empaña el primer aniversario de la rebelión de la Madrastra Naturaleza contra Mallorca

Los Reyes deberían visitar las zonas de catástrofe un año después. b. ramon

Consultar lo escrito un año atrás sería hacer trampa. Implica grave ofensa jurar a los trece muertos que les recordamos, y a continuación rebuscar en páginas amarillentas las expresiones inmediatas a su desaparición. Las sensaciones no se renuevan, la perspectiva dominante hoy apunta a un caso irresuelto. Peor, un acontecimiento trágico sin clausura posible.

Sant Llorenç posee todas las dificultades de pronunciación que enfurecen a los castellanohablantes. Sin embargo, se ha impuesto como epicentro de la memoria de la catástrofe. La primera noche después de la tragedia, el pueblo había adquirido la provisionalidad de un hospital de campaña. Àngels Barceló encadenaba entrevistas a víctimas embargadas por la resignación de qué más puede pasarnos. Mezclaban las desapariciones de casas, de coches, de enseres, el arrasamiento en suma.

El cura de campanario repasaba las calles como si fueran territorio reconquistado por la voluntad divina, por algo el Derecho sajón bautiza a las catástrofes como “actos de Dios”. Solo le faltaba desabrocharse la vestimenta eclesiástica para ofrecer su pecho a una nueva torrentada. El obispo Sebastià Taltavull auxiliaba sin despojarse de la ironía. “¿Qué el párroco es conservador? Eso es dejarlo corto”. Era imprescindible habituarse a la geografía de la desolación.

Sant Llorenç era aquel día lo contrario a un pueblo fantasma, un enclave con las calles rebosantes de neveras y muebles. El barro había adquirido forma humana, en una segunda Creación. Decidí no limpiarlo jamás de la cartera que me acompaña, y ahí sigue el memento de la perdurabilidad del lodazal endurecido, vestigio de la Mallorca traicionada por la Madrastra Naturaleza.

Todo lo escrito no corresponde a Sant Llorenç en 2018, sino a la revisión distorsionada un año después, al célebre “cada vez que lo cuentas, añades más detalles embellecedores”. Pero es necesario instalarse por un párrafo en el pasado octubre, en el preciso instante en que pensábamos que era inimaginable que el Estado no cumpliera por esta vez con sus promesas. Vale que, vistos desde Madrid, “todos los mallorquines viven en Son Vida y tienen yate en Puerto Portals” (Miquel Ensenyat). Ahora bien, las visitas sobre el terreno de Pedro Sánchez y de Felipe VI deberían haber servido para sacudir sus conciencias, con mayor contundencia que unos brochazos de barro reseco sobre una cartera negra. De Pablo Casado hay que ser tan somero como su escala sin mancharse los borceguíes, buscando refugio en el centro de mando por alergia a las calles encharcadas.

Por aquel entonces, nadie se hubiera planteado que las ayudas se retrasarían más de lo razonable. Por este entonces, el dinero prometido por el mismo Gobierno de aquel entonces no ha llegado. Dan ganas de verificar el dato, por muy acostumbrada que esté Mallorca a la cicatería de Madrid. No solo han retrocedido el agua y el barro, también las bazas para exigir en persona el pago inmediato de lo adeudado por prometido. Sánchez y el Rey no volverán a Sant Llorenç en un largo plazo. Ya posaron en todas las fotos acreditativas de su solidaridad, una virtud con fecha de caducidad en cuanto se esfuman los fotógrafos. Debería promulgarse otra ley que prohibiera el desplazamiento de los gobernantes a las zonas castigadas por una desgracia, hasta un año después del estallido. No viajan en caliente para calmar el dolor de las víctimas, sino porque esta debilidad también suaviza los reproches. Doce meses más adelante, quién se atreve a criticar con dureza al joven que tendió una escoba a los monarcas, sin concederle la sabiduría de que poco más cabía esperar de Madrid.

Dejarse embargar por los sentimientos garantiza el olvido de los poderosos, ¿dónde está la pasta? Ya sea por proximidad o miedo, el Govern ha cumplido con escrupulosidad y con escrúpulos en lo económico. Francina Armengol viajaba con tanta frecuencia al pueblo afectado que su gabinete tuvo que recordarle con energía que no era la presidenta de Sant Llorenç. Suele suceder cuando le fallamos a alguien en el momento crucial, y sobreactuamos para compensar.

El ahora mismo de Sant Llorenç consiste en acentuar el miedo. La fórmula de prevención se ha centrado en la alerta continua y semafórica. La fiebre por asustar a la población minimiza los peligros. Cuando volvió la gota fría el mes pasado, los vecinos del municipio refunfuñaban por tener que retirar sus vehículos de las zonas amenazadas, al grito de “nunca ha habido dos torrentadas en años consecutivos”. La riada liquidó varios capítulos de la idiosincrasia mallorquina, pero no pudo con su acentuado fatalismo.

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