Los aviones de Aena vuelan a dos velocidades. Los destinados a recaudar dinero adoptan una velocidad de crucero supersónica. Los que tienen la misión de compensar a los ciudadanos por las molestias de su actividad, apenas alcanzan la de los cacharros que idearon los hermanos Wilbur y Orville Wright en 1903.

La empresa semipública que gestiona los aeropuertos españoles ingresará 131 millones de euros en los próximos años con los restaurantes de Son Sant Joan. Alguno de esos locales abonará casi cuatro millones de euros anuales. Cada una de las cifras, opacas porque si a algo siente alergia la empresa es a la claridad de sus cuentas, produce vértigo.

En cambio, cuando le toca soltar la pasta, todo son problemas. Lo saben los vecinos del aeropuerto que solo con fórceps logran que Aena se haga cargo de la insonorización de sus viviendas. Por si fuera poco, resulta curioso que hasta los vecinos del diminuto llogaret de Orient, siempre entre Alaró y Bunyola, sufran las consecuencias sonoras de las rutas aéreas que surcan los cielos de Mallorca.

Pero la tacañería de Aena llega más lejos. Excluye las inversiones que convertirían Son Sant Joan en un lugar más amable y, pese a los inmensos beneficios que aquí recauda, solo gasta en aquello que retornará con un amplio margen de beneficio.

Algunos lectores tienen derecho a considerar loable que una empresa semipública busque la mayor ganancia. El argumento se le atragantará cuando en uno de los locales le cobren diez euros por un bocadillo de goma. Porque los altos alquileres se trasladan a unos precios de vergüenza. Además, lo que Aena ingresa en la isla se destina a pagar las pérdidas de aeropuertos innecesarios como los tres de Galicia y el País Vasco, el de León construido a mayor gloria de Rodríguez Zapatero o el de Lleida en honor de Jordi Pujol.