Los pioneros fracasan con más frecuencia de la conveniente. No por ser los primeros, sino por llegar antes de hora. Los inventos o las ideas que aparecen décadas o siglos antes de que la sociedad esté preparada para adoptarlos, reciben el aplauso entusiasta de los herederos, pero generan un rechazo burlón y despectivo entre los coetáneos.

La primera ecotasa ya sería mayor de edad si en el año 2000 se hubiera comprendido que el viajero debe contribuir directamente al mantenimiento del territorio en el que disfruta de sus vacaciones. Hoy, que con distintas fórmulas se aplica en la mayoría de destinos turísticos, ni siquiera el PP y los hoteleros la rechazan frontalmente.

Con la ley balear de cambio climático sucede algo parecido. En una isla con 883 automóviles por cada mil habitantes, con un millón diario de desplazamientos en vehículos particulares y con atascos veraniegos en los accesos a Palma, no cabe duda de que es inevitable adoptar recetas paliativas que reduzcan el impacto del transporte sobre el territorio y la contaminación ambiental.

Solo un suicida pondría en solfa la necesidad de una norma como la impulsada por el brillante alumno de Cambridge Joan Groizard. El Govern sigue al fin y al cabo una línea acorde con las propuestas de la Unión Europea. Medios norteamericanos como el Washington Post o el New York Times no dudaron en calificar la norma de "ambiciosa". Prohibir los coches diésel a partir de 2025 y los de gasolina en 2035 son algunas de las restricciones que han generado más controversia.

La duda no radica en si la movilidad del futuro será eléctrica. La cuestión es si, como ocurrió con la ecotasa, el Govern ha llegado antes de que la sociedad, las instituciones y las empresas automovilísticas estén preparadas técnica y estratégicamente para el cambio.