En el último minuto del segundo debate, alguien osó pronunciar la palabra cultura. Fue la presentadora Ana Pastor, para evidenciar que este tema no había estado sobre la mesa, salvo como arma arrojadiza en forma de libro. Fue una buena manera de festejar Sant Jordi, entre insultos de mayor o menor calibre contra los catalanes, esgrimir la biografía de Santiago Abascal escrita por Fernando Sánchez Dragó. La ultraderecha presente en efigie y en espíritu, pero ausente por imperativo legal.

Dos encuentros televisados de los cuatro candidatos bajo la premisa de que los pactos serán impepinables dejó en la audiencia la certeza de que los futuros consejos de ministros serán más House of Cards que Borgen. Gritos, interrupciones, puñales y parafernalia pueden arrojar el insólito resultado del aburrimiento. Costaba trabajo creer que la única voz sosegada y capaz de enunciar una propuesta algo compleja para el país, Constitución en ristre, fuese la de Pablo Iglesias. A esto hemos llegado, entre semejante barullo ni siquiera vamos a ser capaces de diferenciar a los antisistema de los demócratas de toda la vida. La corbata ha dejado de ser un indicador fiable en tiempos difíciles para los principios firmes. Creímos en la muerte del bipartidismo, pero tampoco. Como buen espectáculo televisivo, el desgastado Gran Hermano se ha transformado en GH Dúo.

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