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Opinión

Matar a un ruiseñor

Matar a un ruiseñor

La exigencia de la felicidad que la sociedad impone, impostada también de forma tiránica por las redes sociales y sus perversos likes, es un camino al fracaso. Y su cara más peligrosa, la negación de cualquier expresión de dolor, hasta la eliminación completa de la misma muerte. Quizá el natural instinto de protección de cualquier padre o madre con sus hijos haya llegado ya demasiado lejos. Y sea necesario volver a educar en la fortaleza, la dificultad, la incómoda exigencia, la práctica verdadera en la toma de decisiones y la socialización real, no la digital.

"El mundo está lleno de cosas horribles. Me gustaría que no las vieras, pero no es posible", le dice Atticus Finch a su hija Scout en un célebre pasaje de Matar a un ruiseñor, la novela de Harper Lee. Nadie puede bucear en la mente de un pequeño que desea quitarse la vida, qué gran fracaso colectivo. Pero sí transmitirle todo el afecto ofreciéndole los mecanismos para que él mismo pueda afrontar el fracaso, el dolor y los golpes que la vida le reserva.

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