Los mallorquines podemos impartir lecciones de piratería al mundo. Acumulamos siglos de experiencia como sujetos activos y pasivos del arte de esquilmar al prójimo ejerciendo la violencia necesaria según los tiempos y las circunstancias.

Jaume I y sus compinches se embarcaron en la conquista de Mallorca hartos de que los piratas isleños atacaran sus barcos. Esta fue la excusa esgrimida por el rey. Los mallorquines de entonces, musulmanes por más señas, rechazaron la acusación. No les sirvió de nada.

También padecimos el azote de los piratas. No existe ni una localidad del litoral que no rememore su particular triunfo sobre las huestes berberiscas. Tenemos, por supuesto, nuestro particular Jack Aubrey, el heroico marinero inglés de Master and commander. Se llamaba Antoni Barceló y se dedicó a limpiar el Mediterráneo de barcos norteafricanos.

Ninguno de estos antepasados hubiese aceptado la derrota por una simple amenaza de multas por parte de un político. Ni siquiera hubiese abandonado nuestras costas aunque la advertencia se publicara, que no es el caso, en el Butlletí Oficial de les Illes Balears. No solo seguirían navegando por el mar Balear, sino que asaltarían la caja fuerte del Govern para hacerse con la recaudación de las multas. Estos piratas en retirada son la vergüenza de Henry Morgan, Francis Drake, Barbarroja o Barbanegra.

Afortunadamente, la tradición pirata de la isla continúa vigente. Se han ido los yates dedicados al chárter ilegal. Quedan cientos de alternativas: bares que abren y cierran sin pagar impuestos y, a veces, ni a sus trabajadores, especuladores dispuestos a destrozar la isla, restauradores infames... El negocio se transforma, pero no muere.