Los pequeños comercios bilbaínos no abren los domingos aunque la ley se lo permite. Ni siquiera al inicio de las rebajas. Las grandes superficies no pueden hacerlo ni un solo festivo al año, frente a la decena autorizados en general en Balears o todos si están en zona de gran afluencia turística. Algunos empresarios alegan la falta de costumbre de los bilbaínos. Otros aseguran que las restricciones obedecen a las fuertes presiones de los sindicatos.

En la capital vizcaína abundan los comercios tradicionales. Existen franquicias pero, al contrario que en Palma, representan una minoría.

Las tiendas del centro de la capital mallorquina abren doce horas al día los 365 días del año. Las cadenas que ofrecen la misma imagen en Palma, Atenas o Roma copan los mejores locales de la ciudad porque pagan alquileres que el comerciante tradicional no puede afrontar.

El exalcalde y reaspirante al cargo Mateo Isern presumía de haber dinamizado la ciudad con las medidas de liberalización comercial. Los semialcaldes José Hila y Antoni Noguera deben pensar lo mismo porque nada ha cambiado en los últimos cuatro años.

Sin embargo, la locura del alquiler comercial puede tener nefastas consecuencias futuras. El día que decaiga la economía o que cambien los hábitos comerciales, el centro puede convertirse en un páramo.

La botiga de toda la vida pasaba de una generación a otra, como ha ocurrido, por ejemplo, en la mercería de Ca Dona Àngela, activa desde 1685. Cuando llegan tiempos malos, este tipo de negocios aguanta hasta el límite de la resistencia. Se juega el futuro de los herederos. Las franquicias, en cambio, observan fríamente los números y el día que no cuadran las cuentas se largan con la música a otra parte. Sin lucha. Sin remordimientos.

Los alquileres com

erciales desatados son pan con caviar para hoy. Esperemos que no sean la ruina de mañana.