En aquel mayo de 1988, acababa de morir Kim Philby. El topo por excelencia dañó irreversiblemente a los servicios secretos británicos, acabó su vida en Moscú como general del KGB y serviría de detonante de la gigantesca carrera literaria de John LeCarré. En un coqueto apartamento de primera línea del Paseo Marítimo, un ciudadano inglés afincado en Palma desde hacía años se negaba a experimentar ni un átomo de misericordia hacia el traidor. Greville Wynne recordaba que "Philby es culpable de la muerte de cientos de inocentes. Por ironías del destino, encontró su castigo en la sociedad moscovita".

El ingeniero de Nottingham retirado en Mallorca sabía de qué hablaba. Había conocido el Moscú de la Guerra Fría, como espía británico infiltrado en la Unión Soviética bajo el disfraz de empresario de maquinaria pesada. No se limitó a indagar por su cuenta, sino que reclutó a un militar intachable. Oleg Penkovsky pasó a Occidente detallados microfilms sobre los planes nucleares de la URSS, y sobre los movimientos durante la crisis de los misiles cubanos en la presidencia de Kennedy.

El traidor y su intermediario fueron detenidos en 1963. El soviético fue ejecutado, con toda probabilidad quemado vivo. Su intermediario inglés pasaría 18 meses internado y torturado en la Ljubjanka. Allí perdió treinta kilos "simplemente porque no me daban de comer". En Mallorca había recuperado su peso. Con una cerveza en los labios, un cuarto de siglo después se esforzaba en relativizar los tormentos sufridos en la prisión moscovita como gajes del oficio. "Me desvanecí en varias ocasiones por los interrogatorios, pero entiendo la dureza de mis carceleros soviéticos, yo les había hecho mucho daño".

La peripecia de Wynne y su relajado otoño en Mallorca hubieran servido apenas para una evocación melancólica de los tiempos en que cada expatriado cargaba con una historia particular. Hasta que llegó el rodaje en curso de la película Ironbark o Eucaliptus, así titulada por el nombre en clave que recibía el militar Penkovsky de los servicios de inteligencia británicos. La historia se centra en el intercambio en Berlín del agente inglés residenciado en Mallorca con Konon Molody, el espía soviético detenido en Londres por informar a Moscú sobre el programa inglés de submarinos, mientras aparentaba ser un pacífico vendedor de máquinas expendedoras de chicles.

En efecto, la película en marcha responde al patrón desarrollado por Steven Spielberg en El puente de los espías, aunque modificando la geografía del intercambio en la Alemania ocupada. Wynne, rodeado en Mallorca por la enorme documentación periodística que empleaba para escribir sus libros, odiaba las versiones edulcoradas del espionaje. "No hay coches veloces y espectaculares, ni mujeres despampanantes. Si las hubiera, volvería al servicio mañana mismo". Aquel hombre acostumbrado a pasar desapercibido en Palma, la marca del espía, hubiera agradecido que su personaje en la pantalla esté siendo interpretado por Benedict Cumberbatch, tal vez el actor británico más influyente del planeta en estos momentos. Su trabajo deberá ser un esfuerzo de contención flemática, para encajar con aquel agente que no se despojaba de la corbata ni en el interior de su atalaya mediterránea.

En la mesa adyacente a Wynne en su apartamento palmesano, sobresalían los tres tomos de una autobiografía capital para efectuar la recreación cinematográfica del personaje. En El hombre de Odessa, El hombre de Moscú y Contacto en la calle Gorky, describe la compañía que le servía de tapadera y salvoconducto para desplazarse tras el Telón de Acero. O la extraña sensación de dormir con las fotografías que había sustraído Penkovsky debajo de la almohada. El miembro del SIS o Secret Intelligence Service mostraba un respeto inoxidable hacia la conversión del militar soviético. "Quedó deslumbrado al visitar Europa. Se dio cuenta entonces de las miserias de la propaganda". Era imposible resistirse a la tentación de equiparar a su amigo soviético y a su enemigo inglés, refugiado en Moscú el mismo año de la detención de Wynne en una feria industrial en Bucarest:

—¿No son equivalentes los casos de Penkovsky y de Kim Philby?

—No se pueden comparar. A los treinta años, Oleg era ya coronel, y se apercibió de la realidad dramática de su país y de que Khruschev estaba preparando un nuevo enfrentamiento mundial.

—También Philby se proclamaba un idealista.

—Su comunismo era puramente teórico.

Y el lector aguarda ahora la ironía británica desde Palma de Wynne, que no le defraudará. "Deberían perdonar a Philby, porque pasarse veinticinco años viviendo en la Unión Soviética es el mayor castigo que puede caer sobre las espaldas de un hombre. Se esfumaron las cosas bellas a las que estaba acostumbrado". Al año siguiente de esta conversación palmesana, caía el Muro que sorteó el residente en Mallorca, poco después se derrumbaría la entera URSS. Por desgracia, Wynne no asistiría al desmoronamiento definitivo del imperio que combatió, porque falleció en un hospital londinense dos años después de Philby y de esta entrevista.

En la isla, Wynne no parecía una persona capaz de alterar las convicciones de su interlocutor, y tal vez esta irrelevancia lo hacía más peligroso como inductor de defecciones. A lo largo de una carrera de vértigo, nunca empuñó una pistola, abría las alas de su americana para enfatizar que iba desarmado. No embellecía su trabajo, que le mereció entonces una mención en las memorias de Philby y ahora una película de Cumberbatch. Sin embargo, no existía ninguna posibilidad de que sucumbiera a la borrachera del socialismo real. "Que no me hablen de las bondades de las teorías marxistas, que visiten los países donde la tecnología diseña misiles vanguardistas pero impide que se pueda conseguir una hoja de afeitar, raciona las bombillas o impone colas kilométricas para comprar un bolígrafo".

El espionaje es incompatible con los sentimientos, pero el ingeniero Wynne rememoraba en Palma "la conmoción de mi primer viaje a Hungría y Checoslovaquia por la tristeza de la gente, la pobreza que parecía invadirlo todo, la destrucción de pueblos naturalmente emprendedores". Tres décadas después, John LeCarré contemplaría el mismo mar que Wynne, desde el mismo Paseo Marítimo, porque el escritor figuraba en una escena en el restaurante Bahía Mediterráneo de la adaptación televisiva de su novela El infiltrado, con Hugh Laurie. Sin embargo, la posibilidad de un emparentamiento queda arruinada porque al espía de verdad le decepcionaba el maestro del género. "Es un escritor muy complicado, me cuesta seguir historias como La gente de Smiley".

El activismo contra los clisés de su profesión, de un espía reclutado a los 19 años, le llevó a elaborar en Mallorca un libro sobre "la inmensa cantidad de errores cometidos por los escritores que han utilizado argumentos de espionaje sin estar familiarizados con el ambiente". Había encontrado en Palma la misma geografía indiferente que Graham Greene en Niza. Se enorgullecía de su etapa en la inteligencia británica porque "una vez que se entra en el club más exclusivo del mundo, jamás se deja de ser miembro". Al acabar la conversación, reparó en que la cerveza del periodista estaba intacta, y le regañó por su abstención. "Si estuviéramos en Londres, habría ya una docena de botellas por el suelo". Philby era un gran bebedor, "y yo solo soy un hombre que se vuelve viejo". Tenía entonces 69 años y el grado de coronel. Muy pronto, el mundo no volvió a ser el mismo. Ni Mallorca tampoco.