Que los ignorantes continúen pontificando sobre turismo, porque la auténtica actividad económica de Mallorca es la exportación de viviendas para ricos. La isla practica el monocultivo inmobiliario, la creación de territorio a construir o real estate, que será adquirido desde el extranjero y que arrincona a la creciente población local.
Los datos más recientes sobre el monocultivo inmobiliario demuestran que Mallorca vuelve a construir a buen ritmo casas donde los mallorquines no puedan vivir. Los promotores de esta contradicción olvidan que el Estado fuerza a los indígenas a sufragar unos servicios públicos destinados a extranjeros.
El nuevo impulso a la gentrificación obliga a recordar que este fenómeno no consiste exclusivamente en la expulsión de la población de los barrios con una subida vertiginosa de los precios, sino que se les desaloja al mismo tiempo que se les obliga a pagar. Un aborigen mallorquín con conciencia social se dedica a proteger un patrimonio que será cedido a europeos de rentas elevadas, por los mismos profesionales que ahora presumen del auge de la construcción, y que tratan el precio del metro cuadrado como si fuera una variable milagrosa que Dios le transmitió a Charlton Heston. El ecologista se está labrando su propia destrucción.
Nunca fue tan urgente que los supervivientes se vistieran el chaleco amarillo, para evitar que las aves de presa inmobiliarias asuman por vías antidemocráticas la decisión sobre quién tiene derecho a vivir en Mallorca. La pasividad deja vía libre a quienes promueven incluso una construcción con un mayor número de plantas, porque la exportación debe continuar. Hay que omitir la calificación con palabras de dicha propuesta, para sortear el Código Penal.
