Balears tiene una piscina por cada 15,2 habitantes si tomamos la estimación más elevada (72.000) de los dos estudios universitarios a los que alude la información. Incluso si optamos por el análisis a partir de los datos del catastro (62.499) existe una por cada 17,6 censados. Como el número total de viviendas ronda las 600.000, resulta que una de cada 8,3 o cada 9,6 -recurrimos de nuevo a los dos trabajos- disfrutan del placer del baño en familia. El asombro es mayor al constatar la evidencia de que en las ciudades abundan los edificios de pisos en los que pocas veces encontramos una pileta. ¿Tenemos una piscina o casi por cada residencia unifamiliar?

Lo absurdo de la situación se acentúa si constatamos que en Mallorca nadie vive a más de 40 kilómetros del mar. Necesitamos menos de una hora en coche para bañarnos en el Mediterráneo. Nada que ver con Nombela. Esta villa toledana, situada a 430 kilómetros de Valencia, está considerada la más alejada de las aguas marinas de toda la península.

En la comunidad de las cifras absurdas deploramos el año en que el número de turistas no crece por encima del 5%. Entramos en pánico si la construcción de obra nueva modera su ansia de devorar territorio. Lamentamos una caída ligera de las ventas de los coches que atascan nuestras carreteras.

En cambio, nadie llora por nuestros recursos hídricos escasos y su calidad menguante. Ni por el hecho de que un tercio del líquido de los embalses se evapore a través de las piscinas. El agua ha creado grandes ciudades y civilizaciones. Su carencia las ha liquidado sin piedad. Los excesos se pagan.