Los hoteles mallorquines son una pasada. Donde hace unos años había fachadas desconchadas, moquetas levantadas y barandillas oxidadas, hoy asoma la modernidad. Luces led de colores, cristal en los balcones, piscinas imposibles... La mejoría en la oferta de alojamiento y la subida de estrellas es incuestionable.

Los hoteleros han invertido bien y rentabilizan la inversión con precios que, de momento, resisten el auge de los destinos competidores y la amenaza de un Brexit duro. La peor pesadilla pasa por una ruptura entre la Unión Europea y el Reino Unido sin acuerdo para el tráfico aéreo ni para agilizar trámites en los aeropuertos.

Lo cierto es que los empresarios renovaron gracias al dopaje que les proporcionó Carlos Delgado desde la conselleria de Turismo: más pisos y más camas a cambio de que una legión de albañiles, pintores y electricistas se adueñara unos meses de sus negocios. Una ventaja que no se da, por ejemplo, a quien remoza un edificio residencial.

Los hoteleros han aprovechado unas circunstancias favorables para dar un vuelco al negocio. Sin embargo, hay alguien que no ha cumplido su parte del contrato: las administraciones públicas. En s'Arenal conviven los relucientes hoteles recién remodelados con farolas desmanteladas, aceras destartaladas y hierbajos descontrolados. Esta es la realidad. Una iniciativa privada que se ha puesto las pilas frente a una inversión pública paralizada, pese a las promesas de Zapatero, los planes faraónicos de Nájera y la desidia de Bauzá y Rajoy.