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Opinión

Los cormoranes de Sant Llorenç

Los cormoranes de Sant Llorenç

El 9 de octubre de 2018, que ingresaría hace exactamente un mes en la historia negra de Mallorcahistoria negra de Mallorca, me encontraba en mi playa favorita a escasa distancia de Sant Llorenç. Acudo al modesto espigón para encontrarme cada año con mi cormorán, en el supuesto de que se trate del mismo. Es mi animal totémico, un Snoopy alado que se para al sol impertérrito e indiferente. A veces me presenta a su pareja, como si pudiera distinguirla. Aquella tarde no había un ave ni dos, sino que trece de ellos paseaban nerviosos por la orilla, indecisos entre el mar y el cielo. Los conté, porque en la Mallorca colonizada suponen la misma sorpresa que una manada de búfalos.

No atiendo a la ciencia, sino a la experiencia. Los trece cormoranes habían desistido de su inmovilidad para agitarse en tierra no muy firme. Contemplaban la zambullida o el vuelo como una huida, pero no se me ocurrió una raíz para su inquietud. A riesgo de forzar la ociosa sabiduría del retrovisor, estaba claro que las aves detectaban una anomalía meteorológica y trataban de alojarla en su brújula. Su comportamiento daba la señal de alarma, que los hombres de la civilización securitaria ya no nos dignamos ni interpretar.

Mis trece cormoranes refugiaban su perplejidad en el colectivo. Dentro de ese instante gris, a pocos kilómetros de la misma isla, trece personas eran devoradas fatalmente por las aguas. No he fabulado el número de aves para que coincidieran con las víctimas. (Bueno, quizás he añadido un cormorán imaginario a los doce que realmente vi, para embellecer mi guion). Con el cielo calcinado, las aves desaparecieron como si fueran las almas que ningún científico ha sabido encontrar todavía dentro de los seres humanos. Estaban aquí antes que nosotros, igual que los cauces torrenciales. No han participado de la lógica del exceso, trasladaban un mensaje que a nadie le importa descifrar. Sabemos demasiado.

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