Entre los escombros y las baldosas enfangadas de la casa de Francisca, una de las vecinas de Sant Llorenç afectadas por las inundaciones en el Levant de Mallorca, brillan dos objetos: un marco dorado con la foto de una de sus hijas con el traje de comunión y otro con un retrato antiguo de su madre.

Relacionadas

La casa de esta "madona", que está situada a solo una manzana del Torrente de'n Bagura de Saumà, ha sido una de las más perjudicadas por las intensas lluvias que se registraron el pasado martes en la isla más concurrida del país y que han dejado a su paso al menos 12 fallecidos.

"Podríamos estar mucho peor, hay gente que no ha tenido tanta suerte como nosotros", dice Francisca mientras agradece tener un primer piso en el que pudo refugiarse con su marido y observa con tristeza el panorama que tiene a su alrededor: el suelo lleno de fango, algunas puertas rotas, ropa mojada, enchufes rotos.

Los trajes limpios y las camisas radiantes de seis hombres bien arreglados, que van directos hacia Francisca, irrumpen en la oscuridad de la casa, que además de sucia sigue aún sin electricidad y desprende un olor a humedad que molesta a la propietaria del inmueble.

A estos enviados de los seguros particulares se han sumado hoy 34 técnicos que el Govern ha puesto a disposición de los residentes de la zona para evaluar los daños materiales que han sufrido los vecinos y hacer así una valoración para las ayudas gubernamentales que aliviarán a los afectados.

Mientras habla con los técnicos, Francisca apenas puede evitar contener las lágrimas y repite varias veces que el agua le llegó a cubrir la cabeza: "Estaba en la cocina y el agua me llegaba hasta aquí", dice mientras se coloca el dedo índice sobre la nariz y mira al fondo de la casa, donde se encuentra la cocina, que tiene un desnivel.

Ahora que la tormenta ha amainado, los afectados se aferran a la ayuda de los cientos de voluntarios que durante estos días no han parado de llegar al municipio y se abrazan con amigos y familiares mientras miran al futuro con esperanza y dan las gracias una y otra vez a la suerte por no tener que lamentarse de daños mayores.

En la casa de Francisca hay una quincena de personas ayudando: en el corral hay unas seis limpiando utensilios de cocina y muebles y dentro de la casa hay otros nueve ayudantes arreglando la instalación eléctrica, quitando el barro de las baldosas y de las paredes y sacando agua con una fregona a la calle.

"¡Ya funciona! Volvemos a tener electricidad", celebra la propietaria tras subir los plomos de la corriente con éxito mientras por la puerta aparece su nieta, de unos ocho años, con una botas de agua rojas que tiñen de color el marrón de las baldosas enfangadas.

Francisca intenta distraer a su nieta de tanto desastre, le pregunta qué va a comer, si ha visto a sus primos y le acerca un bote lleno de tijeras de colores que una voluntaria acaba de limpiar.

La pequeña, consciente de la gravedad de lo ocurrido, mira la casa, ahora más limpia que al inicio de la mañana, y le dice a una joven voluntaria que sigue sacando agua de la planta baja: "No parece la misma casa, la estáis dejando muy limpia".

En la calle, la gente no para. "¡Uno, dos y tres!", gritan al unísono unas 15 personas que conducen el agua con escobas hacia el alcantarillado. "¿Queréis hamburguesas?", pregunta una mujer que lleva una bolsa llena de comida. "¿Por aquí necesitáis agua?, inquieren varios voluntarios que van casa por casa.

Aunque el 112 alertaba de que se había sobrepasado el número de voluntarios necesarios, los vecinos agradecen la ayuda y los servicios de emergencia celebran que la organización, finalmente, ha sido efectiva.

Terminada la jornada mañanera, esta "madona" se abraza a dos de las voluntarias y, entre lágrimas, les da las gracias por haberle limpiado una de las habitaciones que da a la calle y haberla ayudado a sacar los restos de barro y agua que quedaban en la planta baja: "Jamás sabré como agradecéroslo, ojalá os lo pudiera devolver", dice Francisca.

Ante la atenta mirada del resto de ayudantes, muchos de ellos familiares, una de las voluntarias le asegura: "Cuando todo pase y deje de salir el agua que han filtrado las baldosas, volveremos a untarle las puertas". Francisca no puede evitar sonreír y añade: "Por favor, volved a visitarnos".

Los "eternos" kilómetros que hasta hace poco separaban Sant Llorenç de municipios como Llucmajor o Algaida, que han organizado autobuses para desplazar voluntarios hasta la zona Cero, se han convertido desde el martes pasado en un agradecimiento "eterno" a todos aquellos que han colaborado en agilizar las tareas.