El cielo inanimado no castiga ni premia. Por eso mismo, carece de piedad. Se ha ensañado con Sant Llorenç, y ésta es la parte inevitable. La evitable hay que buscarla en tierra firme, y camina sobre dos patas. En el Derecho anglosajón llaman "actos de Dios" a las catástrofes naturales, pero cuesta desterrar la contribución de los seres humanos a los desastres programados por la divinidad.

Todo estaba preparado para combatir un incendio devastador que reprodujera Estellencs'13, pero el agua se ha mostrado igual de indiscriminada y mortífera que el fuego encrespado. El torrente ha reclamado el área de influencia que le pertenece. Se ha vengado, por medio de la geografía, de la pésima planificación del urbanismo o ciencia de domesticación del paisaje.

El ser humano ha aprendido a olfatear las catástrofes, a fuerza de sufrirlas. El centro de Sant Llorenç y s'Illot sobresalían en los mapas de zona predilectas, si las aguas inconscientes se derramaban hacia la barbarie. Del mismo modo en que han desaparecido los incendios forestales, porque un conato de fuego obliga a desalojar las zonas habitadas siempre adyacentes al arbolado, también toda riada se cobra un tributo en dolor. El fatalismo mallorquín concede que el diluvio arrasador se producirá inexorable cada cien años. El optimismo constructor positiva esta sentencia en la confianza de que la tromba solo ocurrirá cada siglo, cuando los compradores ya hayan desembolsado la hipoteca.

¿Cuántas licencias de construcción se están tramitando o ejecutando ahora mismo en zonas de riesgo de inundación en Mallorca? El recorrido de alarmas puede iniciarse por el macrocomplejo de Deià, hundido en uno de esos aljibes naturales que el agua gusta de rellenar. El Plan de Territorial de Mallorca prohíbe desde 2005 la construcción en el cauce de torrentes, pero los derechos adquiridos oponen el mejor escudo contra las limitaciones urbanísticas. Y si alguna autoridad local frenaba las ansias de construcción que los geógrafos denuncian por ejemplo en Sant Llorenç y s'Illot, por detrás venían los magistrados del Tribunal Superior para restablecer raudos la iniciativa privada, o para imponer multas de decenas de millones de euros a quien se atreva a desafiarla. Cualquier promotor con expectativas, ha de verlas cumplidas. El negocio siempre está refugiado bajo la ley seca, que deviene papel mojado en cuanto el agua reclama sus derechos. La burocracia irrefutable no ha podido rescatar a los fallecidos. Al revés, ayudará a que las víctimas ni siquiera puedan resarcirse económicamente.

La culpa no es solo del cambio climático, que se limita a explotar las bombas colocadas por los seres humanos. Aunque Kahneman nos prevenga contra la estéril sabiduría del retrovisor, hoy asombran las cosas que se sabían sobre los riesgos incurridos en las zonas devastadas. Las decenas de coches encabalgadas ayer en las cunetas de carreteras mallorquinas reproducen la atmósfera de un enfrentamiento bélico. En esta dramaturgia sobresalen las imágenes de los refugiados locales, obligados a dormir en un pabellón deportivo tras haber perdido sus casas, con las colchonetas en el suelo como símbolo de precariedad. En un ejemplo del sarcasmo que parasita siempre la tragedia, ninguna de las autoridades del Pacto de Progreso se dignó a compartir la noche de desamparo con los afectados. La izquierda, que alcanzó el poder por su actitud contra los desahucios, no se ha movilizado ante un desalojo masivo de sus administrados. La sensibilidad se apaga tras el triunfo electoral, y solo renace en cuanto suenan los clarines de la siguiente campaña.

Tan pronto como se sequen las aguas, y las sangres que han llevado aparejadas, renacerá la controversia política sobre el maltrato a los torrentes. Para qué reproducir unos argumentos sobados hasta la saciedad, pero pocos partidos podrán formular un reproche en condiciones. Hasta tres candidatos a la presidencia del Govern en 2019 han tenido en sus manos la gestión de los surcos que el agua excavó en la Mallorca primordial. Empezando por Francina Armengol, la presidenta que ha querido contemplar la crisis desde el tendido tranquilizador y responsable de la conservación desde 2015 hasta hoy. Siguiendo por Biel Company, conseller de Medio Ambiente y de Cabrera en los años 2011 a 2015. Y acabando en Jaume Font, responsable del mismo departamento entre 2003 y 2007. Todos ellos comparten una llamada entusiasta a la resignación de la población. La célebre Ley del Cambio Climático, fenómeno que el Govern quiere neutralizar a partir de 2080, incluirá una disposición final que establezca que "toda precipitación de más de 80 litros por metro cuadrado en menos de una hora conllevará muertos, cuyo número aceptable se determinará en un futuro Reglamento". Es la misma cláusula de mortalidad que ya se acata sin rechistar en la carretera.

Madrid nos llora. Las reacciones espontáneas desde la capital han sido emocionantes por una vez. Seguramente, por contraste con la apatía de los gobernantes regionales. Ana Pastor no impuso ayer un minuto de silencio como presidenta del Congreso, sino como veraneante habitual en hoteles de la zona afectada que precisamente carecían de las oportunas licencias. El estercolero de las redes sociales compatibiliza la solidaridad estatal con el desprecio de que "ahora pedirán militares que tengan el nivel C de catalán". No les importa en cambio que los millones de euros que reciben de la isla estén manchados con la lengua propia. Aunque la tragedia vuelve a demostrar que el único idioma oficial de Mallorca es seguir construyendo. Junto al volcán.

{C} GMv2|pTipoComp=videos&pIdGaleria=5bbe4015fab46c749c9021c9|GMv2

GMv2_fin|pTipoComp=videos&pIdGaleria=5bbe4015fab46c749c9021c9|GMv2_fin ?