Hoy en día la tecnología es una de las mayores protagonistas de la vida diaria. Según un estudio hecho por las plataformas Hootsuite y We are social, en España hay unos 40 millones de usuarios de internet, y pasan una media de cinco horas diarias conectados a la red leyendo noticias, con las redes sociales... En cambio, hace 60 años las cosas eran muy diferentes ya que, según el oficio, tenías que estar meses viviendo en la montaña incomunicado. Este es el caso de Paco Jaume, un santamarier de 76 años que trabajó junto con su familia haciendo carbón con las ya olvidadas sitges.

"Mi abuelo se dedicó toda la vida a hacer carbón con sitges, y mi padre lo dejó cuando yo tenía unos quince años, aunque dedicándose igualmente al campo". Paco explica que el amo de las tierras, que era el que se dedicaba a cuidarlas y diferente al señor, quien era el propietario real de la finca, era el que los contrataba, "pero sin papeles de por medio, solo la palabra", para que pudiesen quedarse en el terreno viviendo mientras hacían todo el proceso del carbón, "que duraba alrededor de cuatro meses". "Este era un oficio muy importante", cuenta Paco, y es que "en ese tiempo todo funcionaba con carbón, cada pueblo y barriada tenía una carbonería". Además, destaca que el carbón balear era de muy buena calidad y se hacían grandes exportaciones de este material.

Este maestro de obra jubilado trabajó sobre todo en la Comuna de Bunyola, concretamente en sa Coma Gran. Según cuenta, en sus tiempos esta era una zona muy activa en lo que se refiere al carbón, y es que en cuestión de tres horas observamos más de una decena de sitges, además de numerosas barraques, hornos de piedra y un horno de cal.

"Antes de irnos a la montaña, salíamos del pueblo con todo lo indispensable: hachas de diferentes medidas, serruchos y otras herramientas, además de algunas ollas y alimentos, sobre todo masa para hacer pan y otras cosas básicas". Aun así, prosigue, cada quince días volvían a la localidad para volver a coger comida "y lo que necesitáramos".

"Lo primero que hacíamos cuando llegábamos era limpiar el terreno" quitando todas las malas hierbas y árboles que realmente sobraban, "dejándolo bien para que se pudiese caminar, subir y bajar de manera espaciosa". Todo lo que quitaban lo compraba un hombre que se dedicaba a hacer hornos de cal, aprovechando así todos los recursos.

Lo siguiente era montar la barraca, el sitio donde dormir. Para su construcción, que se hacía siempre a pocos metros de la sitja, se procuraba estar en la parte baja de la ladera, ya que utilizaban muchas piedras para construir, y así desde alturas más elevadas las tiraban cuesta abajo hasta que llegasen al sitio donde se querían instalar.

Las barraques, a simple vista, parecen una típica cabaña india como las que aparecen en las películas. "Se hacía una estructura circular de piedras no muy alta, dejando un espacio para la entrada, y encima de ellas se construía un segundo nivel con ramas algo gruesas, luego ramas más delgadas y, por último, rastrojos y manojos de carrizo, una planta que no deja filtrar el agua".

Los muebles de la barraca

Para hacer la cama se utilizaban dos troncos no muy anchos que servían de "barras maestras", las cuales iban de pared a pared y hacían de sustento. Encima de ellas, se colocaban ramas más finas y ya, en último lugar, la paja, "que era nuestro colchón". Paco cuenta que en su caso dormían sus padres, su hermana y él en la misma barraca, pero había familias que hacían dos, una para el matrimonio y otra para los hijos.

Como es natural, no tenían ni sillas ni mesas, sino que utilizaban lo que él llama bigalots, que son partes del tronco de árboles como pinos o encinas. Para ello, utilizaban el serrucho, intentando hacer los cortes lo más rectos posible. Así, con un trozo de tronco ya tenían para sentarse y, con otro un poco más alto y grueso, una mesa donde comer.

En cuanto a la cocina, "construíamos un horno hecho con piedras donde hacíamos, por ejemplo, el pan, que era la base de nuestra alimentación". Después, con tres piedras en el suelo, "ya teníamos la base donde poner la olla y poder cocinar lo que podíamos".

"Nos pasábamos unos diez días cortando leña, y si se podía solo de encina", ya que es la mejor para hacer carbón, dura mucho más que la de otros árboles como los pinos. Para no hacer una tala descontrolada, "venía un agente forestal que marcaba los árboles que se podían cortar haciendo un cuño. Cuando ya tenían la leña puesta al lado del círculo donde tenía que estar la sitja, "empezábamos a construirla".

Primero se marcaba el círculo con piedras para después dejar un agujero en el centro, un cuadrado de unos 20 o 25 centímetros de lado. A continuación, se ponían troncos desde las piedras hacia arriba un poco en diagonal, casi en forma de pirámide, intentando dejar los mínimos huecos posibles. A las ramas sobrantes de las encinas cortadas se les ponían rocas encima para prensarlas y formar haces, que "colocábamos encima de los troncos y, ya como último, lo cubríamos todo con tierra".

Ahora que la sitja ya estaba construida, solo faltaba que empezase a funcionar. Para ello, se ponían troncos pequeños dentro de la carbonera por el agujero de arriba, hasta llenarlo todo y, a continuación, se le prendía fuego y se tapaba. "Cada dos horas teníamos que vigilar que no se consumiera ni mucho ni muy poco, incluso por la noche". Además, se iban haciendo agujeros en los costados con una pala para que la sitja fuera respirando y sacando el humo. A medida que los troncos de dentro se iban carbonizando de arriba para abajo, se hacían los agujeros en niveles más bajos.

La carbonera tenía que estar unos diez días quemando leña para hacer el carbón que, si era bueno, era extraído de la misma forma que se había metido el tronco, y "si además cuando lo tocabas hacía como un pequeño ruido de campana, su calidad era todavía mayor". Al mismo tiempo que la sitja quemaba la leña, ya estaban construyendo la otra para hacer más carbón vegetal.

Sin horarios

Paco cuenta que en la montaña "siempre había trabajo" y que ellos no tenían ningún horario, "te despertabas sobre las cinco de la mañana y hasta que tu padre decía basta", aunque "el domingo era el día en el que se hacía menos trabajo".

Cuando pasaba el tiempo de quemado de la leña se iba sacando el carbón con la pala y colocándolo alrededor de la sitja pero sin que los troncos se tocasen, "ya que se podían prender si había contacto". Solo se tenía que esperar un poco para que se enfriara, y después ya se hacía el montón de hulla listo para ser recogido. Al final de los cuatro meses, Paco explica que la producción total de carbón ascendía a entre 250 y 300 quintàs, la antigua unidad de medida que equivalía a unos 42 kilos por cada una.

Para recogerlo, venía un transportista con un carro, que de un solo viaje se llevaba todo el carbón posible desde la montaña, en este caso desde Bunyola hasta Palma. En los caminos aún se aprecian las marcas que han dejado las ruedas con el paso de los años. "Poníamos el carbón en una sarri, como una pequeña barca de esparto, y esto encima de lo que se llamaba romana, que servía como báscula para pesar la producción". "En aquel tiempo el amo de las tierras", que era el que daba el dinero a los carboneros por los kilos producidos, "siempre nos intentaba timar para pagarnos menos", explica Paco. "El transportista llegaba a Palma, ahí se volvía a pesar, y siempre daba más peso que cuando se hacía en la montaña". Es más, apunta que "había amos que escondían muchos kilos de carbón a los señores, por lo que se quedaban bastante dinero y al cabo de un tiempo se llegaban a comprar la finca".

En caso de que el amo del terreno quedase contento con el resultado de la producción, el año siguiente "se podría volver o no", una alegría para estas personas que, por pura vocación, pasaban cuatro meses viviendo de una manera que hoy en día muchos considerarían una locura.