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Opinión

Morirse (bien)

Morirse (bien)

Dice un proverbio bien sabio que en este mundo sólo existen dos cosas que podamos dar por inevitables: el ministerio de Hacienda y la muerte. Pues, bien, centrándonos en la segunda —que contra Montoro y sus sucesores no hay paños calientes que valgan— existen dos maneras digamos civilizadas de emprender el viaje final.

La primera de ellas consiste en proporcionar al enfermo que se acerca a la muerte, ya padezca éste un cáncer, un sida o cualquier enfermedad terminal de órgano, que son muchas las que conducen al estado irreversible, los cuidados paliativos necesarios para garantizar al enfermo el mayor confort posible en su situación. La segunda medida consiste en que quien está en esas condiciones diga basta y decida terminar con su pesadilla. Hay países como Holanda o Suiza en que quien opta por la eutanasia puede pedir al médico que se la aplique. En España no es posible; el médico podría ser acusado de asesinato si lo hiciese y eso sucedió en el caso bien conocido del doctor Luis Montes, jefe del servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, comunidad autónoma de Madrid, quien fue perseguido y expulsado del cargo por cumplir al pie de la letra el juramento hipocrático ayudando a morir bien a los enfermos terminales que querían evitarse más espantos. A los efectos de hacer justicia con los hechos históricos, cabe recordar que fue el consejero del gobierno madrileño del Partido Popular Manuel Lamela quien se vistió de Torquemada, y Esperanza Aguirre quien sostuvo a Lamela desde arriba. Pero la Inquisición sigue al acecho en nuestro país y, si un enfermo pide que se le den los medios necesarios para acabar con su vida por su propia mano, ningún médico puede satisfacer sus deseos sin arriesgarse a cometer un delito.

Volvamos a la primera alternativa civilizada para nuestro inevitable tránsito al otro mundo: la de los cuidados paliativos. Por desgracia, se encuentran a disposición de muy pocos enfermos. Las verdaderas medidas paliativas no pueden ser proporcionadas en los servicios de urgencias de los hospitales digamos comunes cuando el enfermo está desesperado ya por los dolores que sufre. Para aliviárselos, para darle la ayuda necesaria están los hospitales de cuidados intermedios, que son los que mejor pueden proporcionar ese auxilio pero, ¡ay!, no cuentan con camas suficientes. Y los cuidados paliativos a domicilio son, salvo casos muy aislados, inútiles a los efectos que quieren conseguir. Con lo que nos encontramos con la paradoja más habitual en el sistema legislativo español. Leyes como la de Garantías y Derechos de la Persona en el Proceso de Morir, aprobada en 2015 en nuestro Parlament (dos años más tarde otra semejante vio la luz en el de la Comunidad de Madrid), contrastan con la imposibilidad de aplicarlas en toda la dimensión que persiguen porque no existen medios suficientes para poder hacerlo. Así que los estudios de la Conselleria de Salud acerca de cómo se lleva a cabo la atención sanitaria en el último peldaño de nuestra vida están muy bien pero lo que de verdad debería hacer el Govern es dotar a la sanidad pública de recursos que nos garantizasen a todos el poder recibir cuidados paliativos, en el hospital o en su domicilio, llegado el momento. Y, ya que estamos, que las Cortes convirtiesen en legal la decisión del enfermo de decir ya basta, liberando al médico de acusaciones y penas absurdas por el hecho de ayudarle.

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