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Opinión

Burocracia

Burocracia

El guión nos lo sabemos de memoria. Alguien, desde la silla de su despacho, imagina cómo deberían funcionar las cosas, en particular las que se refieren a la administración pública, y discurre una ley. Tras pasar por las comisiones de rigor, despachos varios y, claro es, el parlamento correspondiente, la ley se aprueba. ¿Punto final? De acuerdo con lo que sostenía Tuñón de Lara, sí. El ilustre historiador al que, por cierto, la Universitat de les Illes Balears no quiso incorporar a su claustro de profesores —no era lo bastante nacionalista, supongo—, comentaba a menudo que, una vez que una ley era aprobada en España, nadie le hacía caso.

Algo semejante ha pasado con la Ley de Turismo de esta comunidad autónoma redactada por el Govern pero perteneciente, según parece, al mundo de las ideas de Platón. Se aprobó con el objetivo de controlar el cumplimiento de las leyes y reglamentos que afectan a la actividad turística y, a tal efecto, la nueva norma encargó a un cuerpo de inspectores creados con dicho propósito la detección y persecución de las actividades clandestinas y la oferta ilegal. Lo he copiado al pie de la letra del reportaje que se publica en estas páginas porque, hasta leerlo, ni siquiera sabía que existiesen tales inspectores. Pues bien; gracias a dicha información sé no sólo que los hay sino que alcanzan un número de quince, ayudados por tres tramitadores de los expedientes que los primeros proceden a abrir.

Me encantan las estadísticas. Gracias a ellas cabe averiguar que en el archipiélago hay 1.785 establecimientos de oferta turística, incluyendo apartamentos, hoteles y viviendas vacacionales, que suman en total algo menos de 400.000 plazas. Eso por lo que hace a la oferta legal, porque, como es de sobras sabido, abundan las picardías y los apaños en forma de habitaciones y camas que se ofrecen en Internet al margen de cualquier amparo reglamentario. Todo ese mundo, el legal y el que no lo es, cae sobre las espaldas de los inspectores de turismo. Pero hay que añadir su obligación de control de bares, discotecas, restaurantes, alquiler de automóviles y motos, agencias de viajes, centrales de reserva, empresas de turismo activo y guías del sector. Pongan una cifra, si quieren al azar: ¿Medio millón de casos a controlar? ¿Más? Dividan ahora por quince inspectores; por dieciocho, en el mejor de los casos. El resultado indica el alcance de la Ley del Turismo por lo que hace al control que define e impone. No sé qué resultado les sale a ustedes. A mí, el de un verdadero despropósito.

Como parece obvio que los trámites burocráticos necesarios para emprender un nuevo negocio en el sector turístico al amparo de la ley vigente son, en tales condiciones, imposibles, la misma administración ha dado con un remedio: la declaración responsable. Funciona (es un decir) dentro y fuera del mundo del turismo y se basa en la afirmación que los interesados en abrir un negocio pueden hacer asegurando que cumplen con todas las exigencias legales. Luego los inspectores han de comprobar que es así: esos mismos que quedan desbordados por completo con lo que ya tenían antes en sus manos. La burocracia alcanza de tal forma la cumbre del mundo de Platón. En él se crea la ley, se convierte en imposible y se asume el compromiso de acatarla bajo palabra de honor porque todos somos, como se sabe, sobre honrados, buenísimos. Tengo que mirar la Biblia, es decir, el Génesis, para comprobar si la ley de turismo sale en el paraíso terrenal.

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