Cuidar a padres, hijos, ancianos y personas discapacitadas. Por vocación o por necesidad, el rol de cuidadora recae mayoritariamente en mujeres. En casa o en el trabajo, casi siempre son ellas las que asumen el rol de ocuparse de los demás. Conviven con la soledad, la invisibilidad y la culpabilidad. A cambio, reciben un agradecimiento sin reservas de la persona cuidada y una conciencia tranquila. Estos son sus testimonios.

"Las parejas de los hombres con discapacidad no somos heroínas, solo somos mujeres que amamos mucho a nuestra pareja. Cuando decidí vivir con él asumí las consecuencias. Ahora solo falta que las administraciones también las asuman", explica Marina Cascales, pareja y cuidadora de una persona discapacitada.

Esta mujer expresa su frustración porque se siente parte de un colectivo olvidado. "El esfuerzo que hacemos es invisible para la sociedad. Y las administraciones públicas no tienen en cuenta que los años cuidando pasan factura porque en el trabajo debes responder como si no tuvieras a nadie a tu cargo. Al final terminas haciendo jornadas de dieciocho horas diarias", lamenta.

Cuidar es, en muchas ocasiones, sinónimo de precariedad económica. También de renunciar a una carrera profesional. "El coste de reducir la jornada laboral para atender a tu pareja lo pagas tú con una reducción de tu sueldo. El problema es que muchas veces no te lo puedes permitir porque convivir con la discapacidad es caro. No puedes comprarte un coche pequeño y barato porque no te cabe la silla. Tampoco puedes escoger cualquier tipo de ropa o calzado", subraya.

Cascales alude a ciertos tabús sociales que hacen todavía más cuesta arriba el día a día. "Socialmente ocultas todas estas cosas para integrarte y luchas para preservar su dignidad como persona. En el trabajo puedes decir que llegas sin dormir porque tu hijo tenía fiebre, pero no cuentas que estás agotada porque esa noche has cambiado toda la cama porque su colector se ha desconectado y estaba todo empapado de orina... Eso te lo callas", explica.

El pasado día 20 se presentó en sociedad Mans a les Mans, una asociación que busca asesorar, acompañar y reconfortar a personas cuidadoras. Es la primera de estas características que nace en Mallorca. Habla su presidenta, Joana Sastre:"Mi madre tuvo un ictus. Estaba bien cuando se fue a dormir, pero a la mañana siguiente ya no me reconoció. Seguí yendo un par de días al trabajo, pero era agotador. Al tercer día ya no podía con mi alma y tuve que dejarlo. Eso supone un problema muy grave. Hasta 2012 la ley de Dependencia te pagaba la Seguridad Social, pero lo quitaron y ahora no hay nada. Tenemos que tener la opción de poder seguir trabajando. En la empresa pública puedes cogerte una excedencia, pero en la privada es muy complicado".

Asienten Antònia Riera, Maria Sastre y Maria Verger, cuyas experiencias personales les han llevado a militar en Mans a les Mans. "Cuando diagnosticaron Alzheimer a mi padre se me cayó el mundo encima. Más tarde detectaron demencia a mi madre. Cuando te dan estas noticias tu vida da un vuelco. No pude dejar el trabajo. Hubo que buscar otras alternativas y me sentí muy sola", explica Maria Sastre.

"Mi padre falleció y decidimos ingresar a mi madre en una residencia. Después pude dejar el trabajo y decidí tener a mi madre conmigo. Me decían que era un disparate, pero ella allí se consumía. Me enfrenté a mi familia y a los servicios sociales. Le quería dar calidad de vida, y mis hijos me apoyaron. Mi madre también lo hubiera hecho por mí. Fue muy duro, es verdad. Pero te sientes tan gratificada cuando esa persona ya no está... Has estado a su lado, sabes que se ha ido rodeada de paz y cariño. Mis hijos se implicaron mucho. Es muy importante que los cuidadores sepamos pedir ayuda a otras personas. Es algo muy humano. A todos nos han cuidado y todos vamos a tener que cuidar a otros", recuerda Sastre.

Antònia Riera cuida de su madre, víctima de un Alzheimer que ya ha mermado muchas de sus capacidades. "No sabe quién soy, no se reconoce ni a ella misma. Lo más duro es ver que aquella persona que tenía su dignidad se está perdiendo... La ves encogida y deteriorada. Eso provoca un desgaste emocional terrible", asume.

"No quiero dar lástima. Si no voy al cine o a una fiesta, no voy. Pero no digo nada. Sé que lo hago porque quiero, no soy una masoquista. Los lazos que hay entre mi madre y yo duran más de sesenta años y con todo esto se han fortalecido más, aunque ella ya no se dé cuenta", relata. "Mis hijos me ayudan y creo que lo llevo bastante bien, pero eso no significa que no llore algún día de la semana. Y puede que sean cinco o seis días", subraya Riera.

Maria Verger tuvo que adaptar toda la casa para su madre, enferma desde hace doce años y en silla de ruedas. Alude a la soledad del cuidador. Y también a la de la cuidada. "Tú te sientes sola muchas veces. Pero la eterna olvidada es ella. No habla, así que sus amigas ya no vienen a verla. Te preguntan cómo está, pero hace años que no la ven", lamenta.

"Sufre una enfermedad crónica y me gustaría que un médico la viniera a ver de vez en cuando. Al menos aquí en Montuïri eso no existe. Hay que tomar decisiones importantes como darle o quitarle medicación, qué hacer cuando ves que se encuentra mal... Y no tienes a nadie en quien apoyarte", cuenta Verger.

Luisa Comas es cuidadora profesional. Trabaja en Sarquabitae, empresa que presta asistencia a domicilio a personas dependientes. "Hacemos lo que muchos familiares no quieren hacer. Pero cuando eliges esta profesión lo tienes asumido y estás preparada para vivir situaciones difíciles. Como cuando ves que una persona se deteriora cada día más y se encamina a la muerte. Tratas de hacer entender a su cuidador, que puede ser un hijo, un padre o una madre, que es ley de vida", explica.

"No podemos luchar contra un cuerpo que se deteriora. A veces el cuidador sufre una especie de adicción por quien cuida. Yo misma he sentido el síndrome del cuidador con personas cercanas a mí. Piensas que si haces otra cosa, si no estás siempre pendiente, le puede pasar algo. Por eso siempre recomiendo a los familiares que acepten nuestra ayuda y que nos dejen entrar en sus vidas", afirma.

También Dolores García, Marta Noemí Coria Ríos y Lourdes Gómez conviven cada día con situaciones extremas en Sa Creu de Inca la residencia donde trabajan. "Somos sus ojos, sus piernas, sus brazos... Es un trabajo muy duro, pero un trabajo como otro cualquiera. Para mí nunca ha sido una vocación, aunque me gusta lo que hago. Cuando les conoces y estás con ellos un rato, a la fuerza les coges cariño. Y te da una satisfacción que te engancha", explica Dolores García.

"Te dan tanto a cambio de nada. He reído y he llorado, sufres porque ellos también sufren. Pero no lloramos nunca delante de ellos. Te lo guardas para cuando estás en casa. Aquí hay que ser siempre positivos al cien por cien", afirma esta cuidadora.

Lourdes Gómez lleva 23 años haciendo este trabajo, pero tiene muy presente su primer día. "Trabajaba con niños y me fui a casa llorando. Le dije a mi marido que no iba a volver porque se me encogía el corazón al ver la historia que cada uno tenía detrás. Los comparaba con mis hijos y me hundí. Pero me había sacrificado formándome y esto me gustaba. Desde pequeña tenía muy claro que quería ayudar a la gente, sabía que lo haría bien porque lo llevaba dentro. Ahora no lo dejaría por nada. Es muy duro, te llevas los problemas a casa, desconectar cuesta. Pero todos los días les ves, te dan esos buenos días, ese abrazo, esa sonrisa... Eso no lo ves en ningún otro sitio", subraya.

Marta Noemí Coria Ríos también cree que desconectar del todo es misión imposible, pero ha descubierto su vocación: "Pensaba que no serviría para esto. Antes había cuidado a mis padres, pero no es lo mismo que cuidar a discapacitados. Hice un curso y ahí encontré mi vocación, descubrí que me gustaba. Me iré de aquí si un día me echan, pero yo quiero seguir haciendo esto siempre. Les veo disfrutar cada día, quieren seguir viviendo tengan las limitaciones que tengan. Eso me parece maravilloso".