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Opinión

Agua y hielo

Si la política residiera en los argumentos viviríamos en un país mucho mejor

Agua y hielo

Que los partidos políticos anden a la greña, y más aún si se trata de asuntos urbanísticos, no es noticia.

Las licencias de construcción y el correlato asociado a ellas del muy jugoso negocio que supone la especulación derivada de lo que cabe edificar en un trozo de tierra, ya se trate de viviendas, de industrias o de servicios, son la madre y el padre del cordero del control político de las instituciones. Cambiar la calificación del suelo rústico por la de industrial o urbano mueve escaños, genera fortunas y cambia gobiernos. Pero en esta isla somos tan originales como para que lo que se discute sea cuánto terreno hace falta para que se produzca algo parecido a la transformación del agua en hielo. Porque no se trata ya de que un terreno sea rural y, por tanto, inedificable salvo para casetas de aperos, sino de lo grande que tiene que ser para que pueda haber un chalet con piscina en él. Sucede como con las leyes de la física, que nos explican cómo la condición de sólido o de líquido puede depender de la temperatura a la que esté el agua. Con la salvedad de que nadie se hacía rico gracias a ese efecto físico hasta que apareció la venta de cubitos de hielo.

Durante décadas en Mallorca hemos estado vendiendo, si mantenemos el negocio del hielo como metáfora, cubitos disfrazados de otra cosa. Fueron legión las casetas de aperos que, por arte de birlibirloque, se transformaron en residencias de verano y abundaron los aljibes devenidos en piscinas. Pues bien, la forma de resolver el problema de legalizar semejantes pecados urbanísticos, si es que se quiere hacerlo, no es otra que la de cambiar el Plan Territorial. En ésas estamos. Y el motivo de querella que hace que dos instituciones como el Govern y el Consell de Mallorca desentierren el hacha de guerra es en muy primer lugar el número de metros cuadrados que transforman el suelo rústico (agua) en urbano (hielo).

Desde la Comisión Balear de Medio Ambiente se reclaman al Consell Mallorca argumentos para justificar el nuevo Plan Territorial y, en particular, el mantenimiento en él de la parcela mínima actual para poder construir: 14.000 metros cuadrados. Eso sí que es nuevo porque, que yo recuerde, los argumentos jamás han sido asunto de importancia para aprobar norma alguna. Si la política residiera en los argumentos, es decir, en la razón, viviríamos en un país mucho mejor pero desde luego irreconocible. Aquí lo que cuenta es el poder de los escaños y, llegado el momento en que su balance no gusta, el recurso a las emociones ciudadanas.

Por menos de lo que se dirime en el pleito Govern-Consell cabe montar una república galáctica, siempre que se cuente con las pasiones necesarias. Pero, de momento, el PSIB-PSOE tiene razón: mientras la franquicia local de Podemos y la coalición Més no cuenten con mayoría tendrán que esperar para imponer una parcela mínima a la construcción superior a la de los actuales 14.000 metros cuadrados.

Salvo que se recurra a la movilización ciudadana, salida un tanto difícil habida cuenta del carácter isleño. Pero lo que es en verdad curioso es que ese pulso se mantenga entre partidos coaligados para sostener el Govern. Y lo que ya sería no curioso sino digno de milagro es que, de una vez por todas, se dijese de forma clara qué parte de la isla ha de permanecer como rústica al margen de la temperatura que lleva a que el agua se convierta en hielo.

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