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Opinión: Colmados, por Camilo José Cela Conde

Opinión: Colmados, por Camilo José Cela Conde

Cuando mis padres me trajeron a Mallorca -corría el año 1955; ha llovido mucho desde entonces- no sólo me quedé pasmado por la mar que jamás había visto antes, o por la sierra de Tramontana que cierra el paso al viento del mismo nombre, o por los almendros que, llegando el día de mi cumpleaños, estallaban en un océano de flores de un blanco inimaginable. Estaban sobre todo las cosas más cotidianas para un niño de nueve años como los comercios del centro de Ciutat, con nombres tan surrealistas e intrigantes como El Japón en Los Ángeles y contenidos a juego. Estaban los colmados, uno al menos por cada microcosmos del barrio, en los que cabía encontrar muchas más cosas que las que eran comunes en las tiendas madrileñas de ultramarinos. Estaban las droguerías como la del Terreno, en la que costaba que te atendiesen porque el dueño no era partidario de ello pero, si lo hacían, era para que pudieses descubrir maravillas inimaginables antes al estilo de un corsé para evitar que los sifones estallasen o un compendio de artilugios de pólvora que sí que estallaban al tirarlos al suelo.

Grandes almacenes, no había ninguno en toda Mallorca hasta que Galerías Preciados se instaló ocupando un local gigantesco, para los usos de entonces, en la calle menos mallorquina de todas, la de Jaime III como se decía en aquellos años. Una avenida, en realidad, con pinta de pastiche neoclásico que, saliendo de la Fuente de las Tortugas -espero que los críos aún la llamen así-, iba a morir en sa Riera (hay nombres que no cambiarán jamás, por suerte).

¿Quién habría de decirnos que aquel mundo maravilloso, lleno de aventuras y de tesoros, no era más que un suspiro destinado a desvanecerse en la nada, y en menos de una generación?

Poco a poco los colmados por cuyas ventanas merecía la pena mirar, las mercerías en las que costaba que te vendiesen algo porque no es propio de gente educada ir exigiendo mercancías e incluso las tiendas de moda de toda la vida, de señora o de caballero, por separado, faltaría más, fueron cerrando sus puertas. A cambio, les sucedieron en el apartado de venta al por menor las tiendas de souvenirs repletas de las mismas baratijas que se encuentran en cualquier parte, las cafeterías de medio pelo -o las pizzerías mudadas pronto en kebabs- y los locutorios que sirven también para vender móviles con tarjetas de prepago. En El Terreno, duró algo más la peluquería con libros de poemas de Javier Abraham hasta que éste se jubiló quizá por el hastío de tener que remar contra corriente. Y, por supuesto, aterrizaron por todos lados los supermercados que irían creciendo hasta convertirse en hipermercados, con los teramercados -virtuales, esta vez- al ataque.

Se cuenta en estas páginas que el comercio tradicional no puede pagar los precios de los locales céntricos de Ciutat. Bueno; como tampoco los hijos de los tenderos -o de los médicos, o de los de cualquier integrante de la clase media hoy en declive- encuentran pisos que puedan alquilar, al final todos nos iremos a otra parte. Quizá incluso fuera de la isla, para que en Mallorca sólo queden megamercados de capitalistas de las Islas Caimán o de cualquier otro paraíso fiscal vendiendo productos chinos a los jubilados alemanes, suecos o (hasta que cuaje el Brexit) ingleses. Por suerte no lo veré, que tampoco yo dispongo ya de sitio en ese galimatías. Que les aproveche a quienes puedan permitírselo.

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