Con independencia de las manifestaciones y concentraciones masivas y de los paros totales o parciales en numerosos ámbitos privados y públicos, el éxito del 8-M nace de que se hable de la discriminación femenina en una sociedad democrática del siglo XXI. Los medios de comunicación, los chat telefónicos, la calle y los salones de estar se hicieron eco ayer de una protesta contra la desigualdad que viene de milenios.
¿Quién se puede oponer al 8-M? que este año ha cogido la fuerza de un ciclón y ha pillado desprevenidos a más de un partido político, a la patronal empresarial y a muchos ciudadanos de a pie.
Si leemos el larguísimo manifiesto de las convocantes de la protesta, todos firmaríamos por eliminar la violencia contra las mujeres (y los hombres), suprimir las guerras, acabar con la brecha salarial (no solo la de mujeres frente a hombres, sino las de los altos cargos y miembros de las élites sobre el común de los mortales), garantizar pensiones dignas (a todos) y otros muchos anhelos.
También es más que plausible facilitar la conciliación entre la vida familiar y el trabajo, un cambio de modelo productivo que debería ser universal.
Luchar contra el cambio climático, garantizar que no haya hambre en el mundo, son metas que todos debemos impulsar, simplemente por ser personas.
Cosa distinta es querer imponer un único modelo educativo que sea laico, público y feminista. Aquí ya empiezan las discrepancias porque si pedimos libertad ésta debe ser para todos. No por luchar contra lo que llaman modelo educativo heteropatriarcal, vamos a pisotear otros modelos basados en valores y creencias religiosas, por ejemplo.
Tampoco parece muy realista suprimir de un plumazo la imagen de la mujer como reclamo comercial o inspiración artística. Vivimos en un mundo dominado por la imagen y nuevamente entran en juego derechos fundamentales como la libertad de expresión o el derecho a la información.
