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Opinión

En barco

En barco

Allá por el segundo tercio del siglo XX, antes de que estallase la barbarie turística pero después de haber superado las secuelas de la llegada de la filoxera que arruinó los viñedos, Mallorca pasó por una época espléndida, tal vez la mejor de su historia. Con una agricultura floreciente que triunfaba en los mercados europeos, y sin los agobios de la invasión de los turistas, nunca estuvo más cerca ese tópico hermoso de la isla de la calma. A finales del siglo XIX la agonía del mundo aristocrático que tan bien reflejó Llorenç Villalonga en Bearn había llevado al límite las penurias de la sociedad isleña. La prosperidad —relativa— a la que llevó la fragmentación y venta de las propiedades señoriales, dando paso a una nueva clase social de pequeños agricultores, duró un suspiro a causa de la catástrofe de la filoxera. Pero justo antes del boom turístico Mallorca era lo más parecido al lugar ideal para poder tener una vida cómoda y tranquila. Lástima que nunca sepamos si semejante paraíso hubiese podido durar.

Pues bien, el mundo preturístico era un mundo ligado a los barcos. Porque, por mucho que se nos olvide en qué consiste ser una isla, antes del tumulto de los aeropuertos y los aviones actuales el barco era el transporte mejor. Resultaba más fácil ir en barco desde Soller a Pau, en Francia, que por carretera a Ciutat. Y también tendemos a olvidar que incluso hoy la isla depende del barco para su abastecimiento. De ahí que la noticia que aparece en estas páginas, la de que va a recuperarse la línea marítima con el sur de Francia, desparecida hace década y media, deba celebrarse como se merece. Si se añade la nueva travesía Cartagena-Palma, habrá que concluir que Pedro Puigdengoles, director del organismo del Govern Ports de les Illes Balears, tiene razón cuando dice que vivimos una época de oro en cuanto a conexiones por mar.

Que dure. Incluso el sector naval más vinculado al turismo, el de los cruceros —por más que en condiciones de monocultivo toda la economía mallorquina gire en torno del turismo—, los cruceros, digo, también mejoran sus expectativas de negocio. Albricias. Será que cualquiera que tenga que viajar a menudo, como es mi caso, y se vea forzado a tomar el avión, ha llegado a odiar las muchedumbres de los aeropuertos, los controles en plan de aprisco para corderos, las filas de asientos en los que se cambia de especie, para volverse uno sardina en lata, y las esperas interminables a la que algo sale mal —que las huelgas ya se encargan de que así sea. Añoramos, pues los viajes por mar. Que tienen sin duda sus inconvenientes, con el del tiempo necesario para llegar a destino en primer lugar, o el suplicio de los mareos para quienes los sufren, pero que si existen como alternativa te permiten al menos elegir.

El AVE ha transformado el transporte en la Península. Es una solución que queda fuera de nuestro alcance por razones obvias —aunque no estaría nada mal mejorar mucho, muchísimo, los trenes de la isla—; pues bien, ¿será demasiado pedir el que, ya que nos quedamos sin esa verdadera revolución del transporte cómodo y eficaz del AVE, se facilite en la mayor medida posible que las comunicaciones marítimas tanto hacia la Península como hacia Europa den un paso adelante? La mejor noticia que cabría esperar en ese sentido es que nunca más se celebre la inauguración de una nueva travesía en barco porque disponemos ya de todas las deseables.

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