No puede exagerarse la importancia de las discotecas en la cultura mallorquina. Sin embargo, el cierre definitivo en el Paseo Marítimo de Pachá, que para los clásicos será siempre Luna, supone la defunción muy anunciada del fenómeno. Otros fijarán la extinción en la clausura en la Playa de Palma de Riu Palace en plena temporada estival. Los bares de tapas han sido implacables. El duelo discotequero a muerte entre Cursach y los hermanos Pascual no solo ha enviado a prisión a dirigentes de ambos bandos, también ha liquidado el modelo que parecía imbatible. La edad dorada fue sucedida por la caída a plomo. De abrir 365 días al años a los fines de semana, de doce meses al verano estricto. La guerra entre clanes dejaba episodios novelescos como la reducción de las columnatas de Zorba's, donde en cada pareja sobre la pista se cocinaba un pecado mortal, a los menús de Asadito. Puede que los contendientes empresariales merezcan la cárcel, pero en ningún caso la triste estampa de verlos arrojarse sobre los despojos de los viajes de estudio, o de resignarse a la programación de espectáculos porno. Es preferible bajar el telón y alimentar la leyenda.

Ninguna disco levanta hoy pasiones pero, por increíble que parezca, fueron los templos laicos donde se forjaron varias generaciones de mallorquines. Para completar la metáfora religiosa, Pachá se levantaba en terrenos controlados por el obispado a través de la Fundació Natzaret, una connivencia que sonaba a sacrílega para los asiduos. La música discotequera también era sagrada, el disc jockey oficiaba como sumo sacerdote sin pretensiones de diva, antes de la marabunta de DJs más adorados que los cortadores de jamón. La figura legendaria de la programación musical sigue siendo Rocky en Abraxas, probablemente la visión más atractiva del infierno levantada en Mallorca. La noche empezaba con el amanecer, Syliane de Vilallonga departía en la barra con varones fornidos mientras José Luis de Vilallonga componía odas a "la estupenda señora" en el Port d'Andratx. El nombre, la tipografía y la ilustración del local correspondían al Mati Klarwein acantonado en Deià, que gustaba de bailar en El Garito cuando bajaba a Palma. En el vecindario de Es Jonquet, la actriz Ornella Muti se perdía en la laberíntica Babel's forrada de pieles y nada más, bajo la atenta vigilancia de El Cubano.

Aquellos epicentros del seísmo ocioso fueron lugares eminentemente aburridos, que desataban el espejismo de que cualquier cosa era posible en ellas. No necesariamente por el tráfico de estupefacientes. Ahondando en la moral, en ninguna discoteca hay más drogas que en cualquier... otra discoteca. Si nadie va a atribuirles el mérito de los miles de matrimonios de mallorquines de duración diversa que se concretaron en la penumbra discotequera, tampoco tiene sentido cargarles otras culpas de las ceremonias de iniciación en su seno.

Ya hay discotecas en Els carnissers de Guillem Frontera. Aunque el mito se consolida durante los años sesenta y setenta, el apogeo de los ochenta marca curiosamente el declive con dos catedrales de vértigo. En Magaluf, el infatigable Cursach daba rienda suelta a su egolatría en BCM, nombrada con sus iniciales y sin columnas que entorpecieran la vista catedralicia. Un crédito de Banesto, los visitantes boquiabiertos al acceder por primera vez al recinto. En las barras próximas a la entrada oficiaban Esther Arroyo, futura Miss España de piernas inacabables, y Geri Halliwell, futura Spice Girl. En la sala para carrozas actuaban durante una semana entera The Byrds sin apenas publicidad, compare con la programación musical actual. Esta aristocracia degeneraría en el actual mamading.

Si Cursach creaba en Calvià la discoteca de un futuro más breve de lo esperado, unos empresarios ingleses de origen desconocido y fortuna notable transformaban también en los ochenta a Tito's. De los pies a la cabeza. El establecimiento pasaba de fulgurante night club con actuaciones de Marlene Dietrich o Charles Aznavour ante Moisés Thsombé, y donde los Duques de Windsor aguardaban al mismo bailarín en la salida de artistas, a no menos rutilante discoteca. La pista volcada sobre el Paseo Marítimo y el poderoso ascensor desapegado marcaban su fisonomía. No podría imaginarse una plataforma más seductora. Sin embargo, y al igual que en BCM, los mastodontes tendrían dificultades para satisfacer a una clientela que se apartaba progresivamente de los gigantescos contenedores. Es solo una teoría, pero los reductos VIPs crearon una discriminación insoportable en la democracia discotequera interclasista. Las sogas que separaban del populacho a los aprendices de jeques árabes acabaron por ahorcar una cultura, pero en los ochenta todavía nos preguntábamos cómo pensaba sobrevivir Puerto Portals sin una discoteca en condiciones, por mucho que en el bar Capricho sirviera copas la cuñada de Mario Conde.

Los enemigos de la particularidad cultural rezongarán que las discotecas mallorquinas no ofrecen síntomas específicos. Aceptando esta premisa, alguien explicará por qué una discoteca de la Plaza Mediterráneo llamada Sgt. Peppers contó como accionista y concertista a Jimi Hendrix. O repasará la escena del Club de Mar, con personajes tan característicos como René o Pepe Oliver, en la que Pablo de Grecia sobresalía en la pista de baile rodeado de las principales herederas mallorquinas, que serían derrotadas por Marie-Chantal. Mientras tanto, en uno de los sofás hundidos en los laterales se desmadejaba la silueta irregular de un gigantón que respondía por Felipe de Borbón. Estaba flanqueado por unos ojos que derrotaban a la oscuridad circundante. Pertenecían a Isabel Sartorius, allí descubierta para el mundo. Podía haber competido en magnetismo con la mirada flamígera de la emperatriz Soraya, que años antes había llegado al Club de Mar desde Andratx. En otro corrillo, la esposa de Juan Carlos de Borbón les recordaba a sus interlocutoras mallorquinas demasiado confianzudas que "yo no soy Sofía, yo soy la Reina de España". Por no hablar de Julio Iglesias caminando junto a la piscina de la discoteca, mientras le indicaba a Ana Obregón que ni soñara con ser arrojada al agua por el cantante para lograr un reportaje de portada de los paparazzi. O cómo olvidar a Sylvia Kristel, Emmanuelle, y al intocable Robert Stack en la Cerebro de los mil nombres.

Barbarella fue la madre de las grandes discotecas mallorquinas. Montó una campaña de lanzamiento, con diseño del logotipo incluido, que catapultó a la isla en el mapa con una intensidad que Ibiza solo lograría años más tarde con el original de Pachá o con Ku. Este pedigrí no libró de la degradación al establecimiento situado en el ámbito de Gomila, que acabó acogiendo conciertos punks de Las Vulpes con su estética reducida a garaje. Victoria fue un intento de renovación del género, una versión modernizada del Exágono que se quemó en los bajos del Palas Atenea, una migración hacia lo señorial con su barra de separados y separadas y su gentil boxeador en la puerta. Pese a la reinvención continua, y ojalá los empresarios diurnos hubieran sido tan creativos como los nocturnos, la migración hacia el bar, el pub y la semidiscoteca proseguía imparable. En Minim's anidaban las Diabéticas Aceleradas y la entera movida madrileña. Las Infantas Elena y Cristina podían desplazarse a Tito's con su celosa escolta policial, pero se sentían más cómodas en La Polka y El Lorito. La hoy esposa de Iñaki Urdangarin lloraba penas anteriores a su matrimonio en Moncloa, ante su prima Simoneta Gómez Acebo y en presencia de Fernández Sastrón.

Hubo un tiempo en que pensábamos que no sabríamos qué hacer sin discotecas, hoy no sabríamos qué hacer con ellas. En el mejor momento, había media docena de locales solo en los aledaños de Jaime III. Y otras tantas en es Jonquet, y en el Paseo Marítimo, y en Gomila, y en Cala Major. De todos los tipos, sin olvidar la sexualmente incorrecta Zhivago donde las inglesas bailaban con los picadores mallorquines bajo la atenta mirada al borde de la pista de sus esposos, que les sostenían el bolso con ojos especialmente brillantes. La exhaustividad sería contraproducente, se podría señalar a Kiss en primera línea de la Playa de Palma como el compendio de la discoteca mallorquina. La exportación del modelo al resto de la isla cuajaba en conjuntos megalíticos como Dhraa o Menta, lo fugaz y lo permanente. Hay estampas icónicas de Mallorca que recogen la cultura de las discotecas. Tal vez la más exacta muestre a un impecable Sidney Poitier, paseando frente al legendario Mónaco de la Plaza Gomila en septiembre de 1968, mientras en todo el mundo se estrenaba precisamente su película En el calor de la noche. Mallorquina, por supuesto.