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Opinión

Mucho lujo

Las noticias del verano hablan de una isla saturada, con multitud de protestas por la masificación turística, con playas repletas y con carreteras en las que ya no cabe ni un coche más. Parece mentira que se trate del mismo lugar en el que, como reflejan estas páginas, los aviones de lujo abundan hasta el extremo de duplicar las cifras correspondientes a años pasados. Pero es que, como dijo Chenoa hace poco, Calvià no queda representada por Punta Ballena. La cantante tenía razón: el Galatzò existe al alcance de la mano y es uno quien tiene que elegir lo que quiere. Con Mallorca sucede igual: la muchedumbre se agolpa en los arenales y desprecia el interior.

Que existe una isla aún capaz de atraer un turismo de alto lujo, a bordo quizá en aviones tan grandes como los de las compañías de bajo coste pero usándolos en solitario, sólo se explica por esa paradoja de dos Mallorcas no sólo diferentes sino contradictorias. Sucede a la vez que los hoteles con todo incluido anden a rebosar y las agencias inmobiliarias que venden casas de varios millones de euros se quejen de que tienen más clientes que propiedades en oferta. De inmediato aparece la pegunta clave: ¿puede sostenerse de forma indefinida ese contraste?

Cuando hace medio siglo el Gobierno del general Franco, con Fraga Iribarne como ministro de Turismo e Información, se planteó la manera de gestionar esa gallina de los huevos de oro incipiente que suponía la pasión de los europeos por el sol y la playa se tomó la decisión de sacrificar Mallorca, entregándola al turismo de masas, para obtener las divisas que permitirían industrializar Cataluña y el País Vasco. No hubo entonces soberanista alguno que se quejase, ni veo ninguno ahora que recuerde dónde queda el origen de su actual prosperidad.

El ministro Fraga terminó con la censura previa en materia de prensa pero nosotros tuvimos mala suerte porque, en el otro apartado de su cartera, apostó por la fórmula de la masificación turística. Aquella estrategia cerró el camino natural, y mucho más rentable —aunque a largo plazo—, de una isla con oferta cuidadísima que se habría convertido en el paraíso del turismo de más alto nivel. El reportaje de hoy de este diario parece contradecir el que exista una disyuntiva entre el turismo de masas y de lujo. Pero, aun así, convendría que no nos creyésemos libres de riesgos.

Hace muchos años ya que, en el transcurso de la Copa del Rey, coincidí en el Club Nàutic de Palma con un mandamás de una multinacional alemana. El empresario hablaba maravillas de Mallorca, desde un velero de muchos metros de eslora, eso sí, pero se quejaba de que en la isla coincidía con demasiados de sus trabajadores. El contraste entre el lujo y el agobio plantea conflictos; la cuestión estriba en cómo resolverlos. Y lo cierto es que durante las cinco décadas que llevamos recibiendo cantidades crecientes de turistas, con records que se superan año tras año, no hemos dado con la fórmula de compensación. Se abomina de la ecuación de arena, sexo y alcohol, se pide una oferta complementaria cultural de altura pero, a la hora de la verdad, vamos para atrás. Los usuarios de los aviones de lujo no cuentan hoy ni siquiera con las temporadas de ballet, de teatro y de ópera que había en la época del alcalde Aguiló en Palma.

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